Rae - Historia Inicial

Jamás olvidaré el día en el que la Fuerza me guió hasta el maestro Usba.
El estómago me rugía con un sonido que bien podría confundirse con el lamento de un animal hambriento ansioso por llevarse algo a la boca. Caminaba descalza por uno de los mercados de Nar Shaddaa, una luna en el centro del espacio Hutt en la que lo difícil es no toparse con criminales en cada esquina y donde la única ley que impera es aquella que dice que todo vale mientras no perjudices los negocios de los avariciosos Hutt. Mi cuerpo, enjuto y escaso de carnes, se movía entre enormes criaturas. El frío suelo metálico me perforaba la piel a cada paso y a mi alrededor todo tipo de ruidos se entremezclaban con  decenas de voces, bombardeándome los oídos. El hambre que me devoraba por dentro y el alboroto impedían que pudiera concentrarme, lo que provocaba que percibiera todo lo que me rodeaba de una manera borrosa, como si estuviera rodeada de sombras y a ratos de un enorme vacío negro e infinito. Me movía muy despacio, pero aun así cada pocos metros me daba de bruces con alguna de esas formas imprecisas. Sin miramientos, me apartaban de un manotazo mientras me lanzaban improperios en idiomas que desconocía. Entonces contaba cinco años.

Los tiempos convulsos que sucedieron a la caída de la República habían llevado a mi madre a huir hacia el Borde Exterior cuando la amenaza de los soldados imperiales se cernía sobre la pequeña colonia en la que vivíamos. Mi primer recuerdo es el rostro atemorizado de mi madre reflejado en el cristal de la ventana, oteando, a la espera de lo inevitable. Por suerte, consiguió escapar llevándome con ella antes de que los soldados arrasaran la colonia y a todos los que allí vivían. Sin embargo, a mi pobre madre la fortuna le era esquiva, pues a los dos años de haber llegado a Nar Shaddaa cayó enferma y murió sin que nada pudiera hacerse. Yo me quedé sola. Tenía cuatro años. Durante casi doce meses sobreviví no sé muy bien cómo -el instinto de supervivencia despierta cuando una tiene hambre-, pero no hubiese aguantado por mucho más tiempo de no haberme topado con Usba.

-Niña, ¿estás perdida?

El barullo de voces apenas me permitió oír aquella voz ronca y vieja que se dirigía a mí, pero cuando repitió la pregunta por segunda vez, apoyando su enorme mano en mi hombro, sentí como si mi cuerpo se hubiese colmado de paz y no tuve problema para entender lo que me decía. En aquel preciso instante, todo se volvió más nítido y frente a mí me encontré con un hombre de mediana edad al que el paso de los años había castigado sin piedad. De él emanaba un portentoso resplandor que transmitía serenidad y confianza. O eso vi yo, al menos. Y así fue como conocí al maestro Usba.

Lo que siguió a aquel momento tan trascendental fueron años muy duros de entrenamiento, siempre escondiéndonos de las garras del Imperio y nunca más de dos meses en el mismo lugar. El maestro Usba me explicó que yo no era una niña como las otras, que en otros tiempos me hubiese llevado al templo jedi y allí me hubiesen enseñado los caminos de la Fuerza, pero por desgracia nadie puede escoger los tiempos en los que vive. Una y otra vez me repetía que yo ya tenía mucho camino recorrido, puesto que los jedi son el baluarte de la luz frente a la oscuridad, y yo, por mi condición, lucho con la oscuridad desde que nací. Fue él quien me enseñó a ver tal y como ven los de mi especie. También quien me enseñó todo lo que ahora sé sobre la Fuerza y las viejas tradiciones de la orden jedi, y quien me instruyó en el Código (no existe la muerte, solo existe la Fuerza) y en el noble estilo de Niman, una forma de combate defensiva con la que se aprende que desenfundar el arma con intenciones hostiles es siempre el fracaso del conocimiento. Usba solía decir que nosotros, los jedi, somos los guardianes defensores de la paz en la galaxia, que defendemos y protegemos, que nunca atacamos.

Me acuerdo mucho de él. Era un buen hombre, pero aquella pareja de inquisidores imperiales a los que nos enfrentamos en Naboo resultaron ser muy superiores en combate. Sin embargo, de no ser por los acontecimientos de aquel fatídico día -uno más- no me hubiese unido a la Rebelión. El maestro Usba prefería mantenerse a una distancia prudencial del devenir de la galaxia, alejado de los conflictos, y yo crecí bajo el amparo de esa idea, pero con su muerte las cosas cambiaron. La Fuerza tenía otros planes para mí. De no ser por la ayuda de Ri'li y su oportuna bomba de humo, mi destino hubiese sido el mismo que el del maestro Usba. Aquel niño mon calamari me dio cobijo en su casa, y sus padres, a quienes estaré siempre eternamente agradecida, fueron mi puerta de entrada en la Alianza Rebelde.


No hay comentarios: