Alexander - Athanae



Alexander








Alexander, “Alex”, como le llaman sus cercanos, nació en el pueblo pesquero de Tolina, un pequeño asentamiento cercano a la desembocadura del Treno, entre las ciudades de Antica y Astragenta, conocida por sus lanas, alfarería, y especialmente por sus pescadores.

Uno de ellos era Álex, cuya vida siempre había estado ligada al mar, que ponía alimento en su mesa, y mercancía que su madre Aileen vendía en el mercado. Un trabajo duro, pero honesto, que su padre Lander le había inculcado desde niño. Y él era feliz con la caricia de la brisa marina, el olor a salitre en la ropa, e incluso el duro trabajo aderezado con los envites del mar… pero desde pequeño soñaba con algo más.

Su infancia fue tranquila, feliz. Amaba a su familia. De vuelta de su faena en el mar, desde la entrada al puerto, podía ver su casa. Y al verla, su rostro siempre se iluminaba con una sonrisa y su cabeza se llena de recuerdos. Las carcajadas de su madre, Aileen, siempre sonriente e impregnada en olor a azucenas, curándole paciente cada herida mientras oía el relato de sus pequeñas travesuras, “sus grandes hazañas”. Las canciones que les cantaba hasta que se quedaban dormidos las noches de tormenta. Alysa, Evan y la pequeña Io, qué bien lo pasaban juntos cuando todavía podía jugar con ellos .Alysa, responsable inteligente…siempre regañando a Evan, que no paraba de meterse en líos, un verdadero traste. E Io, siempre con su muñeca, tan inocente y tan preciosa…

Tranquila y feliz… pero remando perdido en sus pensamientos muchas veces se encontraba imaginándose un gran líder arengando a sus tropas, un valiente soldado cargando a la batalla, un afamado atleta aclamado por sus logros…hasta que sus quehaceres le devolvían a la realidad. Su padre siempre le decía, “pescadores es lo que somos, lo que siempre seremos”. Incluso cuando empezaron las visiones.

Empezaron como sueños, pero tan lúcidos y definidos que parecieran realidad. Al principio parecían tratarse sólo de pequeñas coincidencias, pero pronto se demostraron mucho más.

De aquellas fue cuando la situación con las Amazonas empeoró. Siempre había habido ciertas tensiones, pero el líder de las cofradías, Guido, había conseguido aplacar los problemas más serios, decían los rumores que con turbios acuerdos.

Con algún tipo de trifulca mercantil los problemas habían empezado a escalar, y la Compañía del Bajo Treno se había dispuesto a mediar, intercediendo por los ciudadanos de Tolina. No se fiaban, por lo que habían pedido ayuda a las cofradías. Pero decidieron no inmiscuirse. Álex había tenido otro sueño, donde veía a las Amazonas descendiendo sobre el pueblo, aceros en ristre, una visión de sangre y fuego, pero su padre, que era el líder de los pescadores, no quería saber nada de visiones.

Dos días después las Amazonas, encabezadas por su líder, una harpía cruel y sanguinaria llamada Antonella, acabaron con la compañía y arrasaron el pueblo. Ahora, ya tarde, su padre y unos pocos valientes se agruparon para resistir, al menos lo suficiente para que las mujeres y niños se pusieran a salvo. Cuida de ellos, Álex, fue lo último que le dijo.

Huyeron, se escondieron. No había podido salvar a su padre, ni a tantos otros. Cuando finalmente llegó otra compañía y las Amazonas se batieron en retirada se había prometido a sí mismo que algún día sería lo bastante fuerte. Si lo fuera no tendría que perder a nadie más.

La compañía que les salvara era la de “Las espadas de Khala”, y cuando llegaron Álex sabía que se marcharía con ellos. Lo había visto. La despedida había sido dura. Cuida de ellos, le había prometido a su padre, y ahora eso quería decir alistarse en una compañía. Una de las más prestigiosas de Zhargosh, por lo que se harían cargo de sobra de la manutención de los suyos. Por otro lado, ellos habían quedado impresionados con las visiones del chaval. Decían que tenía una conexión con la diosa, y a pesar de su familia humilde y no tener experiencia militar, lo reclutaron.

Con lágrimas, abrazos y cierto orgullo, había dejado a sus tres hermanos y su madre en Tolina, para empezar el “Giro” con otros once reclutas, “Velas” los llamaban en la compañía, dirigidos por un “Espadón”, Sir Alistair Thorne, “El águila”. En su cuello, el colgante de un pequeño delfín que su madre le había hecho para protegerle en el mar, con el deseo de que también le protegiera allá donde fuera.




Y así recorrieron el país, conociendo otras ciudades, ayudando en los problemas que se topaban. Alistair era justo, pero exigente. Estricto. De los doce candidatos que empezaron, de toda Zhargosh, solo cinco terminarían. Entre ellos uno venía de su pueblo, Atykos, el hijo del boticario. Había demostrado un talento innato para la magia arcana, y en especial todo tipo de pociones y ungüentos, y toda clase de invenciones. Pero introvertido, incluso algo pedante y resabidillo, no encajaba bien con el resto. Los otros chicos, Áyax, Glauka y Pyrena eran de la capital, de reputadas familias de trasfondo militar. Pescadero y boticario, los llamaban. Álex se encontró muchas noches echando de menos su casa, pero también sabía que estaba dónde quería estar, haciendo lo que quería hacer. Siempre con una sonrisa y esfuerzo se fué ganando la confianza del resto, hasta del desconfiado Atykos.

En su primera misión en solitario, los cinco reclutas habían tenido que expulsar un jabalí gigante que estaba causando estragos en los cultivos. Cuando cargó contra él había saltado de forma que cayendo en su grupa, a horcajadas, había rematado al animal. El resto de los reclutas no se lo podían creer. El sí, claro, lo había visto antes, en sus visiones salía despedido cuando el bicho le impactaba con sus colmillos, y había practicado docenas de veces el salto hasta conseguirlo.

Finalmente, y una vez convertidos en Dagas, iniciados de la orden, se incorporan al resto de la compañía. El líder, y gran Maestre, es JayDecob Rich, un curtido clérigo, con conexiones con todos los importantes señores de la región, incluída la Baronesa, aunque la operativa es dirigida por los “Espadones”, más conocidos como los siete, dirigidos por Lady Niera, el Unicornio.








Carismática, decidida y muy bella, Álex se enamora perdidamente de ella. Niera había hecho juramentos a Khala, de pureza, de castidad, y muchos la llamaban, “La doncella”. A cambio la diosa le concedía muchos dones, entre ellos el de la eterna juventud. Todos le decían que está absoluta, y totalmente fuera de su alcance. Pero ni eso conseguía desanimarle.



Junto a la compañía enfrentan cultistas, amazonas, trifulcas entre compañías… y Álex continúa aprendiendo y ascendiendo, hasta que se convierte en miembro de pleno derecho, Espada, ungido con los siete óleos sagrados y pasado el ritual de las siete velas. Después de un principio complicado con Atykos, que se encerraba en su propia coraza de cinismo, se van haciendo más y más amigos, hasta volverse inseparables. Eso sí, quedando ya entre ellos grabados los motes de Boticario y Pescadero. Glauka, finalmente abandona, pero hasta Pyrena y Áyax, que forman parte de su sección, son ahora también sus amigos. A lo largo de la orden empiezan a saber de sus visiones, y su progresión. La orden siempre cuenta con 7 espadones, “Los Filos de la Virtud” unas armas descomunales de inmenso poder, capaces de atravesar metal como si de mantequilla se tratase, cada una consagrada a un animal, marcado en el pomo, y a una de las siete virtudes: Unicornio - justicia, león - fortaleza, elefante - templanza, águila - caridad, rana - esperanza, zorro - prudencia y mariposa - fé.

El filo de la Justicia, el filo de la Fortaleza… el espadón va con el cargo, y este no se elige, es la diosa, a través de la espada quien considera quién es el candidato digno de portarlo, en las manos de cualquier otro se convierte en un mango vacío, mientras el animal del pomo cierra los ojos, que en las manos correctas brillan con el color que cada uno tiene asignado.

Si alguno de los siete se retira, o cae, el filo permanece sin dueño hasta que la diosa elige a otro candidato. Y de aquellas el del elefante permanecía vacante. Los rumores habían empezado. Se decía que sólo otro aspirante había ascendido tan joven, tan rápido: La Doncella.

Mientras Álex volvía a casa siempre que podía, con los suyos. Alysa, su hermana mayor, siempre tan viva y perspicaz, había dado un paso adelante y aprovechando el prestigio y contactos con la compañía se encargaba ya del puesto de su madre en el mercado, que no dejaba de crecer, el traste de Evan soñaba con unirse también a la orden, siempre con su espada de madera en la mano, y la pequeña Io, la princesita de Álex, se maravillaba de las muñecas que siempre le traía de uno u otro confín del país. Pero su madre le preocupaba, decía que todo bien, pero estaba convencido de que algo le estaba ocultando detrás de esos ojos cansados.

En la compañía, después de algunas trifulcas con piratas del sur, el foco se había concentrado nuevamente en las Amazonas. Después de nuevos asaltos especialmente sangrientos en pueblos y ciudades del este, y esta vez con el apoyo decidido de la Baronesa, se habían encomendado poner fin de una vez por todas a esta amenaza.

Primero se habían defendido los pueblos costeros y expulsado a las atacantes de sus puestos avanzados, para poco a poco ganar terreno hasta expulsarlas a su fortaleza de las montañas alrededor del Cetrino.

Y finalmente llegó el momento que tanto había esperado: el asalto a la guarida de las Amazonas. Por fin se las vería con Antonella. Las siete secciones solían estar dispersas por el país. Para las misiones de más calado se podían juntar dos o tres, pero esta vez se habían juntando las siete (aunque Templanza continuaba sin espadón, era dirigida por una “Llama”). Álex, desde el Giro (de la Caridad - se iba reclutando una vez por cada sección) continuaba asignado bajo Sir Alister, y tendría el honor de ser parte de la vanguardia. Junto a Atykos, Áyax, y Pyrena, junto a Espadas y Dagas siguiendo a su Llama, Matteo.



La batalla rugió con furia, la mayor que hubiera visto en sus 22 años. El gritar de miles de gargantas, el choque cientos de aceros, el silbar de las flechas, las fulgurantes llamas de los conjuros. En sus visiones había visto las trampas, las harpías desde el cielo, pero no esperaban el contingente de mercenarios orcos y trolls que atacaron el flanco izquierdo. La fuerza principal se detuvo a resistir el envite. Sólo el flanco derecho pudo penetrar en las cuevas. Dentro, Alistar enfrentaba un gigante de las colinas mientras les indicaba que avanzaran, cuando finalmente se toparon con ella.




Antonella y sus guardias. Altanera y cargada de desprecio, graznó más que rió al reconocer a los chicos de Tolina de los que de alguna forma había oído hablar. “Sobrevivieron algunas ratas, hora de terminar el trabajo”, había dicho. Pyrena atacaba en furiosas ráfagas con las garras por las que era conocida, mientras Áyax trataba de mantener a raya a los enemigos con su archa y Atykos conjuraba rayos y explosiones. Rápida y letal, Antonella reía frenética como sumida en un trance, mientras se cruzaban golpes, ambos lados alcanzando y recibiendo por igual. Matteo había caído, así como una Daga y varias guardias Amazonas. La criatura parecía obtener ventaja: primero alcanzó a Pyrena, que desde el suelo se agarraba el tajazo del hombro, luego Áyax salió despedido de un golpe de la Amazona, cuando un frasco explotaba en su cara, “somos unas ratas duras” le espetaba Atykos, que no pudo terminar la frase, pues la harpía lo tenía del cuello, ¿qué decías? … empezó burlona…

Pero Álex ya había oído esa frase, en sus sueños, en pequeños momentos de presciencia cuando su mente vagaba, en sus planes… Como tantas veces viera, se encontró gritando “TOLINA”, en un salto mil veces ensayado, espada a dos manos arqueando desde lo alto… para caer, súbita...

Ese era el final de la visión, pero no el final de Antonella… que con un muñón ensangrentado en vez de brazo bramaba furiosa. De repente, Álex tenía que elegir. La criatura huía, pero en su escapada había cortado una cuerda, que a su vez había abierto todas las celdas. Desde donde se encontraban las podían ver en el nivel inferior, mientras de ellas emergían prisioneros, y criaturas… que hambrientas se lanzaban sobre los primeros.

El primer voto de los que Álex había jurado era proteger a los inocentes. Así, mientras Antonella huía, él trataba de salvar a los prisioneros. Así conoció a Ahri, que se encontraba también defendiéndolos. Nunca tuvo claro si había sido una prisionera, parte de las Amazonas, o simplemente pasaba por ahí.




Una criatura curiosa, antigua, juguetona. Una especie de espíritu del bosque que volvería a encontrarse. De aquellas le había dicho su nombre, para desaparecer en la nada cuando el chico había apartado, aún solo un segundo, la mirada, mientras una suave carcajada resonaba en sus oídos.

Aún dura, con bajas y sin Antonella, había sido una gran victoria para la orden. Esa noche hubo una gran celebración. Álex fue ascendido a Llama, el gran banquete llevó a las arengas, a las canciones, risas, cerveza… El de Tolina veía borroso cuando ya en cama Niera había venido a felicitarle… y un cariñoso abrazo había llevado a un beso, y eso a algo más… Confuso, ebrio, enamorado… todo era como un difuso sueño. Hasta que Niera se levantó, y su pelo de repente se tornó oscuro, y parte del cabello se alzó en unas orejas picudas... ¿Niera?, preguntó confundido... una carcajada familiar era lo único que lo acompañaba cuando se levantó. Esa… criatura había jugado con él, no era la doncella la que había aparecido en su cuarto, a pesar de tener su rostro… Ahri… ¿por qué?

Confuso, avergonzado, todavía algo borracho, buscó a la Doncella sin mucho tino ni un plan concreto de qué le quería decir, en ropa interior a oscuras en el barracón… cuando la encontró en una habitación junto al resto de los Espadones, reunidos y preparados… “Vístete, Álex” le había dicho Alistar, “algo grave ha pasado”. Y es que esa noche, había comenzado en Zhargosh la plaga.

La plaga. Junto a esa horrible niebla que se extendía por los reinos, transformando a los vivos en muertos. Nunca habían enfrentado a algo de tales dimensiones. No sólo las 7 secciones, sino todas las compañías del país se habían movilizado, y desplegado al norte para proteger las fronteras de la amenaza.

Despidiéndose de su familia antes de ir al norte, Álex se había intentado mostrar tranquilo, pero realmente no lo estaba. Cuídales, le había prometido a su padre, y ahora esa promesa le llevaba a combatir la peor amenaza que este país hubiera conocido. En el templo había llegado a un acuerdo con su diosa. Él seguiría sus visiones, como siempre había hecho, que le mostraban insistentes un pueblito nevado en las montañas, pero a cambio le rogaba sólo que cuidase de los suyos, que los guardase de todo mal.

Y bien pertrechados y equipados, con todos los recursos de los que la compañía contaba, habían viajado por la costa, liderados por los seis espadones e incluso el gran maestre.

Esta campaña era algo como nunca antes hubieran vivido, enfrentando a criaturas no-muertas de pesadilla a su paso, incluso a los caídos en el combate. Finalmente llegaron a Confina, que se había erigido como base de operaciones de todas las compañías, en su lucha contra la plaga. Dormido y despierto veía una y otra vez, ese pueblo ante sus ojos, la nieve cubriendo los tejados, el templo de Finnalis en el centro, y los muertos rondando la empalizada. Y una niña, de tez pálida y brillantes ojos azules.




Toda la compañía estaba detrás de esta visión. Habían aprendido a confiar en ellas y las consideraban mensajes de la propia Khala. Tres escuadrones se movilizarían al norte, a la cordillera que delimitaba la frontera norte de Zhargosh. Águila, Zorro y Rana, más allá de la ciudad de Faura, a la villa de Valaran, que parecía coincidir con la de las visiones. Frente a ellos, sus tres espadones, y dirigiendo a todos, la propia Niera. Y como Llamas, en Águila (Caridad), Atykos, Áyax y Álex.

Sesenta y siete almas, que se adentraban en las montañas, en la oscuridad… en la niebla. Trece, se perdieron hasta Faura, ascendiendo el valle entre las montañas, acosados por los muertos. Veintiuno, entre los que quedaron en la ciudad, heridos o que cayeron atravesando la cordillera, en los pasos cubiertos por la nieve. Treinta, finalmente pusieron pié en la villa de Valaran, para descubrirla, arrasada.

El único edificio que permanecía indemne era el templo de piedra blanca de Finnalis, que dominaba el centro del poblado.



Y allí, entre los cadáveres de todos los sacerdotes, sólo el viejo abad seguía con vida, Alcanur, al borde de sus fuerzas.

“Ella traerá el fin a la plaga, estoy seguro. Defendedla, no importa el precio”, había dicho con su último aliento.



Pues allí se encontraba esa pequeña niña, asustada, con lágrimas en los ojos, llorando la muerte del anciano. Marryn, titubeó a decir que se llamaba, cuando los muertos volvieron a atacar.

“Khala nos guíe”, había dicho Alistair. “Somos los siguientes”, Atykos con una mueca sardónica, siempre había sido un poco cenizo. El mayor ejército de muertos que nunca hubieran visto, rodeaba el templo, ocupando cada calle, cada casa, cada tejado. Zombies, esqueletos, ghouls, de hombres, de ogros, de gigantes… muertos, grandes y pequeños, a decenas, a cientos.. “No si tenemos algo que decir” había respondido Álex.

Los cuatro Filos de la Virtud refulgieron. Los Espadones no solían utilizarlos, apoyándose normalmente en otras armas. Los luminosos filos, cada uno de su correspondiente color, tenían poderes increíbles, y atravesaban con facilidad cualquier material, pero debían consumir parte de la energía de sus portadores. Pero ahora no había nada que guardarse.

Sir Alistair, el águila, voló por los cielos con grandes alas emplumadas, a una velocidad inalcanzable, lanzando devastadoras cargas verticales sobre los enemigos, haciendo llover flechas desde el cielo.

Sir Bertrand, la rana, repartía mandoblazos a diestra y siniestra, rápido y letal, imposible de cazar con sus rápidos y enormes saltos, quebrando edificios con sus impactos.

El zorro, Sir Fabrizzio, había hecho aparecer decenas de copias de sí mismo, volvía locos a sus rivales, apareciendo y desapareciendo, haciendo explotar a los muertos en fuego o rayos, desatando una salvaje lluvia de meteoritos sobre la ciudad.

Y Niera, La Doncella, Unicornio, había levantado su espadón, y siete ángeles celestiales habían aparecido a su lado, prestos para el combate, mientras a todas “las espadas” (miembros de Las Espadas de Khala) las cubría una luz dorada que les había llenado de fuerza y vigor.

Álex sentía que eran invencibles.

Hasta que aparecieron los dragones.

Cuatro inmensos dragones. No podía ser una coincidencia. Blanco, verde, negro y rojo. Cadavéricos, putrefactos… abrieron sus enormes fauces para hacer descender sus alientos combinados.

Alistair fue el primero en caer, pero se había llevado consigo tres de los dragones. La batalla parecía estar tornándose a su favor, cuando la niebla se había extendido, y habían vuelto a levantarse. Y con ellos el Águila. Luego perdieron a Fabrizzio y a Bertrand. Atykos fue el que más le dolió, arrancado de sus brazos por los muertos. Todos caían. A Álex las lágrimas se le juntaban con su sangre en las mejillas, agotado, destrozado, su filo mellado y su alma quebrada.

Los siete ángeles, derrotados, finalmente se habían tomado de las manos para explotar en una bola de luz, rodeando el templo, concediéndoles unos minutos.

¿Por qué, Khala? - se preguntaba el de Tolina. - Nos has dejado a nuestra suerte.

De los sesenta y siete que partieran, junto a él ya solo quedaban Niera, Áyax y la niña, que se refugiaban en el retablo del templo.

Ya no podía más. ¿Cuántas vidas valía la de esa niña? Para qué valían sus visiones si le llevaban a la muerte, la de él y todos los que quería… Con 23 años no estaba preparado para el final. Todavía había tanto que quería hacer…Llevar a Alysa al altar, enseñarle a Evan a blandir una espada, ver crecer a la pequeña Io. Besar a Niera…

Las manos le temblaban, y un nudo atenazaba su estómago. En su cabeza, como flashes, surgían terribles imágenes de Tolina desolada, sus habitantes masacrados, su familia…

Había levantado la vista a la Doncella, Áyax, los últimos amigos en la orden que le quedaban. Áyax ya no podía ni levantarse. mientras agarraba su abdomen ensangrentado. En los ojos del Unicornio, podía ver por primera vez la duda, el miedo. No pensaba dejarles morir también. Agarró a la niña por el brazo “Si esta niña es lo que quieren, la tendrán”.

No Álex - le había dicho Niera, con una mirada intensa de su ojos turquesa, cargada de melancolía - ¿vas a dejar que sus muertes sean en balde? Nuestro destino está en manos de la diosa, tenemos que confiar en ella hasta el final.

Sus palabras le habían golpeado como una bofetada. Tenía razón. Si habían entregado sus vidas había sido voluntariamente, por Ella, por todos. Cuida de ellos, le había prometido a su padre. Cuida de ellos, su diosa.

Se golpeó una vez con fuerza la cara, y luego otra el pecho. Khala, dadme valor -musitó - Si he de morir que sea con esperanza, con valor.

La barrera comenzaba a ceder, ante el empuje de cientos de muertos.

Había apretado los puños, el estómago. Tomando aire, profundo, para darse cuenta que sus manos ya no temblaban. “Estoy aquí. Sigo vivo y puedo hacer algo” se había dicho

- Mientras viva la barrera no caerá - su sempiterna sonrisa había vuelto a su cara - Tienes razón, Niera. Lo siento pequeña, ella cuidará de ti. Todo estará bien.

Le había hecho un gesto de fuerza a Áyax, y al besar a Niera en la mejilla ella había movido la cara para encontrar sus labios.

Al menos eso ya no se lo podría quitar nadie, pensó embriagado por el instante, mientras atravesaba el umbral de la puerta.

Por Tolina…¡Por Khala! - había gritado al lanzarse a la carga, atravesando la muralla de luz que los separaba.

Súbitamente tenía un espadón en la mano, pero no era el suyo. Refulgía con una luz verde, con una rana oscura en el mango. ¡El filo de la Esperanza!

El espadón subía y bajaba, cercenando inclemente brazos, cabezas, todo lo que se encontraba a su paso. Dos, diez, cien… ¿cuántos muertos había matado? Pero eran incontables…

Cuando cayó, rodeado, aplastado por decenas de cuerpos muertos, la oscuridad se cernía sobre él cua

ndo un potentísimo haz de luz descendió desde el cielo, primero en el templo, para luego cubrirlo todo.




La blancura inundó el mundo, y pasaron unos cuantos segundos hasta que pudo abrir los ojos, cegado, confundido… todo había desaparecido: Los muertos, la niebla. Se levantó, trastabillando y corrió al templo para descubrir en el retablo como Niera y Áyax, miraban hacia arriba, admirados. Marryn, levitaba a 20 pies del suelo, envuelta en esa luz blanquecina que emanaba de sus ojos, y de un sol radiante que había aparecido en su frente.




Álex había caído de rodillas, con lágrimas en sus ojos. Lágrimas de dolor por sus compañeros caídos, de alegría por la victoria. Lágrimas de esperanza.

Este podría ser el principio del final de la plaga.

Velaron y honraron a los caídos, y con los filos de la esperanza, la caridad y la prudencia a buen recaudo, emprendieron el viaje de vuelta a Confina, pasando primero por Faura donde se unieron cuatro compañeros. Su principal objetivo ahora, y el que pasaría a ser el de toda la orden cuando llegaron a la ciudad, era el de custodiar a la niña, Marryn, “la elegida” “luz del alba” habían empezado a llamarla.

Con la orden reunida y ante la baja de tres espadones más, Niera había planteado al gran Maestre, Jaycob Rich, que Álex fuera ascendido. Consideraba que ya que había blandido el filo de la esperanza, Khala lo había elegido. Pero los siete, que ahora eran sólo tres, junto al gran maestre habían resuelto que el chico era todavía muy joven, y necesitaba primero ser nombrado caballero.

Decidieron entonces que el joven viajaría a hablar con la Duquesa, a darle las noticias de lo que en Valaran transpirara y solicitarle apoyo y consejo. Y que si a bien lo tenía, aceptara su servicio por el tiempo que considerase necesario en pos de convertirse en caballero.

Entonces empezó a soñar con ellos: un grupo variado de personas, con los ojos vendados, entonando una suave y melódica canción. Y con el dragón, que dándose la vuelta traía el final a la plaga.

 

Breve ensayo de Divinidad y Universo para Alexander, por Kōji del Dragón Negro



Acerca del autor y destinatario.

Poco importa el autor de esta obra. Kōji es un nombre genérico [literalmente, huérfano] que se asigna a todo monje de un templo que no es Sensei. Somos aprendices hasta que tenemos aprendices.


Respecto a Alexander de Tolina, es un clérigo zhargoshiano, devoto de Khala, diosa del valor, la lealtad y la esperanza, entre otras cosas. Es un muchacho jovial, disfruta de la vida y cree que su fe es el dogma universal del Universo. Como muchos de sus compatriotas, intenta expandir su fe allá donde va y con quienquiera que se encuentre.


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Acerca de los dioses.


No pretende ser este un estudio teológico. Sobre este tema, otras obras mejor documentadas y exhaustivas, algunas de las cuales, este autor conoce, y las cuales sirven de base para este texto, podrán ser de más utilidad en caso de que el lector esté buscando acerca de este tema.


En el momento de escribir este ensayo, se conocen y adoran al menos 35 deidades a lo largo y ancho del mundo. Cada uno de estos poderosos seres, de existencia innegable en tanto interaccionan con el mundo de manera habitual y tangible, tema que se tratará más adelante, tiene ciertos ámbitos de poder y consecuentemente, cierto número de seguidores. Algunas gentes simplemente rezan a sus dioses en momentos de necesidad, otros los nombran cuando una situación tiene que ver con sus ámbitos correspondientes. Muchos otros les dedican oraciones con auténtico fervor, buscando favores y bendiciones, y algunos toman los hábitos, en alguna de sus maneras, consagrando su vida a su deidad. Son estos últimos los que más cerca están de sus tutelares, pues manifiestan, a través de sus oraciones, extraordinarios poderes mágicos concedidos por los dioses a sus fieles más devotos. Estas oraciones, que van desde pequeñas bendiciones de suerte, hasta poderosas curaciones, e incluso, a regresar a los muertos a la vida, sea en su forma mortal o, en el caso de algunos seguidores de deidades oscuras, a formas de no-muerte de una u otra índole.


Esta es la parte más tangible y cercana al mortal de a pie. Una herida mortal se cierra milagrosamente, haciendo que el samurái siga sirviendo a su señor; un discurso enardece a las tropas, haciendo que enarbolen sus katanas más eficientemente. Estos poderes son visibles, y casi cada mortal los ha visto, o los verá, en algún momento de sus vidas. Por tanto, y como se dijo más arriba, es innegable este aspecto de las deidades del mundo, pues sus poderes mágicos, se manifiestan de manera visible, tan reales y poderosos como los más intrincados hechizos arcanos de los magos y hechiceros.


Acerca de la posición en el mundo de los dioses.


El panteón de los dioses no es inmutable. Se sabe de mortales que han ascendido al Olimpo, y de dioses olvidados y caídos en desgracia, que desaparecen, incluso en ocasiones, sin dejar rastro.


Se sabe también que en ocasiones, las divinidades se inmiscuyen en el mundo mortal, más allá de conceder dones y conjuros a sus clérigos y paladines. Algunas de estas intervenciones son más tangibles que otras, como engendrar hijos con mortales, pues se tiene constancia de hijos de dioses, a los que habitualmente se conocen como semidioses; Cada dios parece tener asuntos en el mundo mortal que sirven a sus intereses. Los dioses más poderosos y preponderantes, como Finallis o Maddusse, no dudan en enviar espectaculares avatares con formas humanoides, y canalizan a través de estos y de sus sacerdotes de más alto estatus en su iglesia, poderosa magia divina más allá de la disponible para los clérigos menos poderosos, en aras de influir, inspirar y manipular el mundo mortal a su antojo, dentro de su rango de poder. Si estos dioses se manifiestan de manera visible y grandiosa, hemos de suponer que otros seres divinos, más cercanos a dominios de subterfugio y ocultación, se manifiestan de manera mucho más sutil, operando en las sombras, como corresponde a su dominio y forma de ser.


Llegamos a la irrefutable conclusión, de que cada dios, pues, tiene su personalidad, llena de matices y tan real como la de un mortal; Cada deidad tiene sus intereses, apetitos, y formas de saciarlos y conseguirlos, de tal manera que a los dioses justos como Finallis les place que se imparta justicia, y a los dioses del asesinato como Idhaal, les place que se asesine con alevosía; Y de esta manera reparten favores a sus adoradores, de manera completamente comprensible para los mortales, pues se comportan como mortales… pero administrando un grandioso poder, y a un nivel superior de existencia al de los mortales.


Acerca de cómo cada dios consiguió este poder, este autor vuelve a insistir en que este tratado no versa acerca de los dioses, pero es necesario establecer una pequeña base divina. Existen tratados de gran interés acerca de ello; baste decir aquí que, según estos estudios, el poder que cada dios posee y maneja, depende en gran medida de la cantidad y devoción de los seguidores que tiene entre los mortales, haciendo de esta manera una relación de círculo vicioso, pues mientras más poder tiene, más influye en el mundo, lo que hace que más gente se convierta, lo que redunda en más poder. De igual manera, al contrario, mientras pierde seguidores, menos poder concede a estos, y más de estos abandonan su fe. Esto incluso ha llevado, como se ha referenciado antes, a la caída en desgracia de alguna deidad.


Queda establecida pues, la existencia de los dioses, sus distintas personalidades, y la condición finita de la condición divina.


Acerca del destino.


Este autor cree firmemente en el destino, fuerza que mueve el universo por encima de las voluntades divinas, y en las siguientes líneas, tratará de explicar por qué.


El universo es un lugar ordenado y predecible, sujeto a reglas específicas invariables; Si uno deja caer un objeto al vacío, sin que intervenga ninguna otra acción o fuerza, el objeto caerá. No sólo esto, si no que caerá siempre de la misma forma y a la misma velocidad, siempre y cuando las condiciones y el objeto sean las mismas. De igual forma, si un ingeniero diseña un mecanismo que abre una puerta al oprimir un botón, siempre que el mecanismo esté en condiciones de funcionamiento, la puerta se abrirá al oprimir el botón, y del mismo modo, si no engrasa y mantiene los engranajes que hacen que esto suceda, sabemos que el mecanismo fallará tras unos determinados ciclos de funcionamiento. Es más, un ingeniero lo suficientemente capaz, sabrá cuántos ciclos pasarán antes de que su mecanismo falle, y cuando deberá sustituir o reparar las piezas correspondientes.


Dos más dos siempre suman cuatro, como regla universal, pues las matemáticas son siempre inmutables, cualquiera que sea el país donde se estudien; Si un campesino siembra arroz, y lo cultiva de determinada manera, tendrá brotes; Si alguien arranca un órgano vital a un ser mortal, éste morirá. A pesar de que los más sabios siguen descubriendo cada día nuevas reglas del universo, pues éste no deja de ser un grandioso mecanismo del que los mortales somos pequeños engranajes. Mientras más se amplía nuestro conocimiento acerca de su funcionamiento, nuevas dudas surgen , que al ser contestadas hacen que nuestra visión se aleje un poco más, comprendiendo un poco más el todo… y planteándonos aun más preguntas que impelen a los mortales a seguir aprendiendo.


En todo este mecanismo, ¿qué papel juegan las divinidades? Para muchos son los maquinistas, aquellos que manejan las reglas a su antojo y juegan con los pequeños engranajes mortales; Yerran. Los dioses son engranajes… más grandes, más importantes, que con sus movimientos, desplazan engranajes más pequeños de acuerdo a sus intereses… para que el universo se coloque de la manera que les conviene o les place. Mientras más poder tiene un dios, más grande es su rueda en el mecanismo universal, y más puede desplazar al resto de engranajes en busca de que el universo conspire y se mueva de acuerdo a sus designios; Pero de igual forma, cada pequeño mortal, es un engranaje de más o menos tamaño según su poder en el mundo. Por supuesto, el tamaño en esta maquinaria de un niño que nace mendigo y muere mendigo en las calles de un pequeño pueblo remoto, es mucho más pequeño y menos importante que el de un joven príncipe, destinado a ser rey, de un gran país. Las decisiones y designios del joven príncipe pueden mover a su antojo cierto número de engranajes, cada cual también grande e influyente, como el de sus consejeros o nobles. Y en esa medida, un dios, puede mover voluntades de reyes y emperadores, de manera que influye de manera decisiva en el devenir del mundo. Sin embargo, y como sabemos, incluso una piedrecita del camino, puede hacer volcar un poderoso carro de guerra, decidiendo el curso de una batalla. De igual modo, un pequeño engranaje que se mueve de manera adecuada puede, poco a poco poner a su favor engranajes más grandes, ganando desde su humilde posición, más influencia, escalando en la pirámide social, o incluso divina; pues como se ha dicho algunos mortales han logrado tal proeza.


Por tanto, los dioses son parte del universo, que juegan dentro de él con ventaja gracias a sus poderes, pero siempre dentro de sus reglas. ¿Quién, entonces, puso esas reglas? Llegamos a la parte más interesante del tema.


Algunos dicen que hay un dios supremo por encima de los 35 conocidos; algo así como un supradiós omnipotente, que es quien maneja el universo a su antojo. Esta teoría, quedaría fuera de la comprensión mortal; Un ser de esas características, por definición, está por encima de todo conocimiento y estudio; Si además hemos concluido que los dioses son finitos y poseen pasiones mortales, ¿qué impediría a este ser cambiar de la noche a la mañana las reglas de la física o las matemáticas? Sin embargo, esto no ocurre, por lo que podemos argumentar, que o bien este ser, de existir, está por encima de las pasiones mundanas, tales como los caprichos, o bien no se trata de un ser como tal.


Bajemos entonces un nivel; si no es un “ser” aquel que impone las reglas, la pregunta cambia. ¿QUÉ es aquello que hace que la piedra caiga, y que dos y dos sumen cuatro? ¿Qué clase de poder podría ser superior al de los dioses, y les obliga a jugar bajo sus reglas?

No puede haber un ser. El orden de las cosas es inmutable, incluso para los dioses, que en su inmenso poder pueden torcer el destino a su favor… de manera limitada y breve. Incluso cuando los poderes de los dioses se juntan con la más poderosas de las magias arcanas, y se tuerce la realidad y las reglas, todo vuelve a su cauce después. Los mortales hemos aprendido, con nuestro limitado intelecto, a saltarnos determinadas reglas universales; Los dioses, más poderosos e inteligentes, son capaces de saltarse aun más. Pero ninguno de ambos puede hacerlo de manera permanente.


Incluso en los casos en que los mortales y los dioses consiguen saltarse esas reglas, todo gira en torno a un inevitable destino. Es ese destino mismo lo que permite, con un guión prefijado, que las reglas sean saltadas en momentos puntuales, en tanto en cuanto ha de ser así porque así ha estado destinado siempre a ocurrir.


Tanto los mortales como para los dioses tenemos existencias, y mentes, finitas. Algunas más grandes y otras más pequeñas. Intentar entender la existencia de un destino infinito, de una voluntad que ha existido siempre y siempre existirá, es imposible de asumir para nuestras estrechas entendederas. Algunos intentan hacerlo, aquellos más sabios consiguen acercarse, como decíamos antes, al funcionamiento de nuestro universo. Otros, más modestos como este autor, no intenta buscar el por qué o el cómo de ese destino; en su humildad, admite su existencia, que para algunos es tan tangible como la de los poderes divinos, y se da cuenta de que ese poder, ese guion que siempre ha estado escrito y en el que tanto mortales como dioses son sólo personajes que interpretan su papel. Un papel que para algunos está claro como el agua límpida de los estanques. Otros, ajenos a la existencia de este orden infinito, improvisan sus papeles, sin ser conscientes de que así les ha sido asignado, y que finalmente, cumplen también con su lugar en el implacable sistema perfecto. Y algunos, a pesar de que saben de este orden, intentar luchar contra él, ignorantes que su lucha es parte también del designio del destino.


Acerca de la adivinación.


Una prueba más de la existencia este guion, inmutable y prefijado, es el arte de la adivinación y el don de la clarividencia. En ocasiones, sabios oráculos leen el destino y nos lo hacen conocer antes de que suceda; es tan difícil de comprender que la mayoría de las veces las profecías no parecen tener sentido, o se interpretan, con nuestras limitados recursos, de manera incorrecta. En otras ocasiones, incluso, la profecía resulta ser falsa… pues el guion establece que así habría de ser, ya que quizá estaba prefijado que algunos siguieran a falsos profetas; También existen, por supuesto, falsos profetas conscientes de serlo; se sirven de la credulidad de los mortales para sus fines; Quizá incluso este autor sea víctima de una falsa profecía, ya que su destino sea perseguirla y nunca alcanzarla; Sin embargo, su experiencia le dicta que ya ha visto antes profecías cumplidas, y consciente de su humilde posición en el engranaje, debe seguir adelante en pos de su destino, que, quizá le ilumine en la comprensión de este guion, o quizá le sea revelado parte o todo del mismo. Sea como fuere, asume su pequeño papel en el mundo.


Como quiera que se ha sentido inspirado a escribir este texto, y entregar una copia traducida al Idioma Común a su destinatario, este autor asume que el destino así lo ha querido, y de alguna manera influirá en el devenir de los acontecimientos. Quizá incluso no en los que atañen a su destinatario, curiosa palabra cuya raíz es, sin duda, relevante en este texto, si no porque haya de llegar a otro a través de él, de manera escrita u oral.


Termino este pequeño ensayo en la Cordillera de Atalion, a fecha 17 de Geiathander del año 1836, y le hago entrega de su copia traducida a Alexander de Tolina, ante la cueva de Zahgraxmothma.





Veis a un hombre oriental joven,de baja estatura, enjuto, pero musculoso, con la cabeza y el rostro afeitados, vestido con una túnica amarilla humilde y sandalias, que camina ligero con una sonrisa cortés dibujada en los labios.  


Mi nombre es Minamoto Iranai (No deseado), aunque en el templo donde pasé toda mi infancia y juventud me llamaban Minarai (Aprendiz) y fuera de él, Kōji (Huérfano). Para saber la razón de todo esto, comenzaré mi historia desde el principio, pues esa es la forma en que deben ser las cosas.


Nací en territorios del Dragón Verde, y fui el tercer hijo de Minamoto Jiro, Daimyo del clan. Mi nacimiento no fue deseado, pues el Daimyo ya tenía un hijo para sucederle, Eiji, y una hija para casar con el hijo del Daimyo de otro clan, Hanako. Así que cuando nací en una oscura noche de Fortunnander, me envolvieron en mantas, me depositaron en un cesto, y un pequeño destacamento de cinco hombres y un ama de cría , encabezado por Minamoto Jie, se embarcó en el puerto de Sosaka con destino incierto. Jiro debía un pequeño favor al clan del Dragón Negro, y decidió que era el momento de pagar.


Tras varias semanas de travesía de cabotaje, la comitiva llegó a Doki en un tiempo más corto del habitual. El mar se había mantenido extrañamente tranquilo durante todo el viaje. Se presentaron ante Li Kaya, una prometedora sacerdotisa de la familia, varios días antes de lo previsto, y esta, sorprendida, decidió que el mar calmado era un augurio, y que debían consultar con los Daimon.




Continuaron pues su viaje a caballo. El pequeño Iranai permanecía curiosamente calmado, con pequeños balbuceos cuando tocaban sus horas de las comidas. El ama de cría lo alimentaba entonces, y no volvían a tener noticias hasta horas después, para una nueva toma. Llegar a Ikoro fue también, por alguna razón, un viaje fácil. Los caballos parecían flotar sobre el camino, apenas paraban para beber o pacer, y los samuráis sentían la necesidad de comer o dormir menos a menudo que de costumbre. Cuando llegaron ante Daimon Mei, y le informaron acerca de todo el viaje, esta lanzó las monedas del augurio, y tras consultar con los dioses, envió a la comitiva a un último destino, el templo de Kodokunayama (Montaña Solitaria) perdido entre la cordillera. Era, y sigue siendo, el único templo de monjes de todo el Dragón Negro.


Así llegué a mi destino. Dice la leyenda, que en su camino de vuelta, la compañía de Jie tuvo un viaje tormentoso y lleno de peligros, y sólo el valeroso líder consiguió llegar con vida de vuelta a Sosaka. Esto es algo que nunca pude confirmar.


Allí crecí, ignorante en aquel momento de mi ascendencia, como un monje más. Todos éramos iguales en el templo, Minarai, con la única diferencia del Sensei. Cultivábamos las artes marciales, los campos de arroz, la lectura, la caligrafía, la filosofía y la meditación; La disciplina era parte esencial de nuestra educación, así como la obediencia incondicional al Sensei. Con todos estos preceptos, por alguna razón, tuve dificultades al principio. Era un niño travieso e inquieto y tan solo el anciano encargado de la cocina, Kenkyo, que estaba casi ciego, no parecía enterarse de nuestras travesuras, y nos obsequiaba con algún onigiri bajo cuerda. Cuando el Sensei nos atrapaba en alguna de nuestras trastadas, que iban bastante más lejos que saltarse alguna clase, como estropear la comida del día mezclando hierbajos con las especias, nos regañaba y sometía a duros castigos, tanto físicos como espirituales, junto con mi compañero de correrías. Como todos teníamos el mismo nombre, entre nosotros nos poníamos motes para llamarnos. Mi compañero era Shimarisu (Ardilla) y yo era Ari (Hormiga).




Tuve una niñez alejada de la civilización, pues hasta la adolescencia no se nos permitía bajar al pueblo de Kawanomura (Villa del río). La aldea se encontraba a una hora a pie, o algo más de media si ibas en mula. Por ello, todos los muchachos del templo aguardaban con impaciencia su decimosegundo cumpleaños; entonces te convertías en un adulto joven, hasta que cumplías los dieciséis. Durante estos cuatro años, ibas al pueblo con frecuencia para vender los excedentes de arroz del templo, y poder comprar con el dinero telas para las túnicas y otros productos necesarios para el templo. Pero el día que yo cumplí los doce, pasó algo más, pues el Sensei me llamó a su presencia en privado, y me reveló mi identidad verdadera.


Algo cambió en mi interior. Era el hijo del Daimyo del Dragón Verde, y como tal, me sentí superior a los demás. Empecé a decir a los demás muchachos que dejasen de llamarme Ari, y comenzasen a llamarme Iramai-sama; Cuando fuera adulto saldría de ese templo, y reclamaría mi sitio en la sociedad, siendo algún tipo de noble poderoso. A algunos les pareció bien, e incluso empezaron a tratarme como a un superior entre ellos, complaciéndome en todo cuanto pedía, buscando mi favor. Otros me ignoraban, y un pequeño grupo del que Shimarisu formaba parte, se opusieron frontalmente a mí y mis seguidores. Se negaban a reconocerme un estatus superior, y continuaban llamándome Minarai. Esto me enfurecía, sobre todo cuando lo hacían en público y haciendo hincapié en ello de manera deliberada. Uno de estos días no pude controlar mi ira, y ataqué a Shimarisu. Nuestra pelea duró apenas unos segundos, pues el Sensei saltó entre nosotros a una velocidad imposible, y de una certera patada en el pecho, me tumbó, casi dejándome sin respiración. Tras esto, me cogió de la oreja y me llevó con él en privado.


“Me deshonras, a mí, al templo, al clan, al Daimyo, al Emperador.”

“Poco me importa tu opinión – respondí- pues pronto saldré de aquí, y tendré suficiente poder para mandar demoler este sitio.”

“Entonces, debes darte cuenta de que a quien más deshonras, es a ti mismo – respondió de nuevo- pues el mundo es suficientemente grande para satisfacer las necesidades de todos, pero siempre será demasiado pequeño para la avaricia de algunos”

Quise responder de nuevo, y abrí la boca para hacerlo, pero no supe qué decir. Quería levantarme, pegar media vuelta y marcharme de aquel lugar, pero la mirada del anciano clavada en mis ojos, me impedía moverme. Vencido por la sabiduría del viejo Sensei, me humillé y supliqué su perdón.

“No es a mi a quien debes suplicar perdón, Minarai, si no a ti mismo y a tus hermanos, en ese orden. Medita.”


Así que salí de la habitación, y me dirigí a la cascada que caía desde el cielo a unos kilómetros del templo, y allí medité. Finalmente comprendí, con ayuda del ayuno, las katas y la guía de los dioses, el camino del monje; Renuncié definitivamente a mi pasado, a mis anteriores nombres, y acepté mi destino. Regresé al templo, para descubrir que lo que yo había pensado que habían sido semanas, había sido un año entero. Tanto tiempo me llevó aceptarme.





La vida continuó lentamente en el templo, donde cada cierto tiempo llegaban nuevos bebés ofrecidos por familias de distinta índole, y ninguno era rechazado. Hablando con mis hermanos, descubrí que algunos eran hijos bastardos de nobles, otros, hijos de casas venidas a menos que no podían pagar su manutención. También teníamos huérfanos de todo tipo y procedencia, e incluso antiguos criminales que buscaban redención. La variedad era tan amplia como el número de monjes. De hecho, más que en ningún otro templo del Imperio, en Kodokunayama teníamos incluso gaiyines de tierras lejanas, habitualmente esclavos capturados que no habían encontrado comprador.


Cuando cumplías la mayoría de edad, a los dieciséis, había un pequeño ritual de entrada en la adultez, y se te asignaba tu primera misión fuera del templo. Todos los monjes dentro del templo éramos aprendices, Minarai, y fuera de él, huérfanos, Kōji.


Las primeras misiones solían ser sencillas peregrinaciones a aldeas más alejadas de la provincia, donde pasabas algunas semanas aprendiendo las costumbres diferentes que allí tenían; A medida que te hacías mayor, las peregrinaciones eran a pueblos y ciudades cada vez más lejanos, y, entrada la veintena, comenzabas a salir de la provincia, para aprender y enseñar en templos de clanes vecinos, donde debías aprender sus técnicas y enseñanzas al mismo tiempo que les ofrecías las tuyas. También nosotros habíamos recibido en alguna ocasión visitas de monjes de otros clanes, aunque según me di cuenta en mis viajes, eran más escasas en nuestro templo que en cualquier otro; Teníamos, no sin razón, fama de aceptar de buen grado a todo tipo de gentes en nuestras filas, y hasta entonces yo había considerado tal cosa normal. Sin embargo, parecía que otros clanes eran más exigentes con quienes ingresaban en templos, y también en otras muchas situaciones. En este sentido, aunque nunca me impidieron la entrada en ningún templo de otros clanes, sí era cierto que se mostraban reticentes a enseñar nada más allá de lo obvio, y cuando yo les compartía mi conocimiento, no parecían muy interesados en él. Incluso podía notar cierto desprecio en algunos templos, aunque me esforzaba en ser diplomático y cortés; Aprendí así a lidiar con la mirada altiva del resto de clanes, e incluso con su testaruda visión tan cerrada.


Llegaba un momento en que los viajes entre templos terminaban, y el Sensei te encomendaba misiones más complicadas y metafísicas. Esto era la “misión de vida” o “Búsqueda de la Iluminación”. El Sensei te asignaba una misión peligrosa y/o larga, te entregaba algunos dones, y partías en busca de tu Iluminación Vital. Durante mi niñez y adolescencia, vi regresar a algún monje de esta misión. Unos pocos volvían más sabios que nunca, completamente maduros, y habitualmente los Senseis de los templos eran elegidos entre estos. Otros sin embargo, traían consigo la locura o el fracaso, y volvían a sus vidas de monje, o incluso, abandonaban para siempre la orden. Algunos no regresaban jamás.



Ese día llegó en mi vigesimoquinto cumpleaños. El Sensei se sentó frente a mí, me tomó de las manos, y escudriñando mi alma con su mirada penetrante, sentenció:


Viajarás al Sur, y encontrarás a un grupo de aventureros perdidos. Les acompañarás en su caminar zambo, sirviendo de bastón al ciego, y de puño al manco, hasta que adquieras suficiente madurez y poder como para leer el tomo que se encuentra en la Torre de Mhara. Y su sabiduría te enseñará cuando habrás de volver aquí, y compartir su contenido con nosotros”


El Senséi se levantó entonces, y tomando una bolsa que descansaba a su derecha, me la tendió y dijo, simplemente: “Ve”. Este tipo de profecías no se compartían con tus hermanos, salvo que estuviera completada, pues se decía que daba mala suerte y no se cumplían si así lo hacías, pero sí podías hacerlo con el resto de gentes del mundo. Una superstición más, pensé. Pero por si los dioses se enfadaban, la guardé para mí.



Antes de marchar, me despedí de mis hermanos. De entre ellos, Shimarisu. Apenas había vuelto a hablar con él, más allá de lo imprescindible en la vida monacal. Me sentía profundamente avergonzado por haber intentado golpearlo, y él me enseñó otra lección antes de partir. Haciendo acopio de fuerzas, me dirigí a él con una reverencia, y le supliqué, tanto tiempo después, su perdón. Pero él me sonrió, me abrazó y con su frente pegada a la mía, y las manos a los lados de la cara, me susurró, “Pero Ari-san, yo te he perdonado hace tiempo. La pregunta que debes hacerte, es si tú te has perdonado a tí mismo” Mirándole a los ojos, no pude evitar sonreírle de vuelta, tomé también su rostro entre mis manos, y le dije, “Ahora que sé que tú me has otorgado redención, mi alma está en paz”


Del último que fui a despedirme, fue del viejo cocinero. Kenkyo era muy anciano, debía estar cerca de la centena, y estaba ya completamente ciego y casi sordo. Sin embargo en su cocina se movía con una rapidez asombrosa y gritaba eficientes órdenes a los pinches que le ayudaban. Cuando me despedí de él, me regaló mis fieles Palillos de Gohen, que me han dado de comer su arroz a lo largo del camino.


Justo cuando estaba a punto de cruzar el enorme portón del templo, Shimarisu me alcanzó, con una mochila al hombro como la mía.

“Tengo mi misión de vida, y nuestros caminos coinciden por ahora, Ari-san. Viajemos juntos”


Tras salir del templo, nos dirigimos a Ikoro. La ciudad parecía haber crecido desde la última vez que había pasado por ella, ya que cada vez había más y más casuchas en los suburbios desperdigadas de cualquier forma; Sin embargo, intramuros, el tiempo parecía haberse detenido y todo continuaba tal cual era la vez anterior, y posiblemente varios siglos atrás. Los mercaderes gritando su mercancía, las gentes realizando sus quehaceres, y los ladrones acechando en cada esquina. A pesar de que en la ciudad no había muchos monjes como nosotros, nadie parecía reparar en nuestra presencia, así que tras comprar algunos útiles y ropas de repuesto en el mercado local, continuamos nuestro caminar.


Como era costumbre, ninguno de los dos dijo al otro en qué consistía la profecía que el Sensei nos había dado; Sin embargo, puesto que nos seguíamos entendiendo bien a pesar del tiempo sin relación, tomábamos decisiones rápidas acerca de qué caminos tomar, con qué gentes hablar, y otras acerca del viaje. Ambos compartíamos los Palillos de Gohan de Kenkyo, pues eran capaces de producir abundante arroz tibio; no muy sabroso, pero tremendamente nutritivo, a veces comprábamos un poco de sésamo o especias para añadirle. Nuestros pasos a lo largo de las semanas nos llevaron a la capital de la provincia, Doki. Yo era bueno tratando con las gentes que nos íbamos encontrando, pero quien solía darse cuenta de con quién teníamos que hablar, o de cuánto dinero había que pagar, era Shimarisu. Teníamos diferentes habilidades que se complementaban bastante bien, y eso nos permitía avanzar de aldea en aldea, con las cosas más o menos claras. Para este entonces, tomamos un barco de camino a Re-Ionnae, pues yo debía ir al sur, y a Shimarisu parecía convenirle también dicho camino. El viaje era largo, ya que había que dar un rodeo para evitar los dominios de la caprichosa Ecuotte, e incluso este itinerario resultaba dificultoso por los monstruos y piratas presentes. Tuvimos un intento de abordaje de un navío pirata, que la guardia del barco pudo rechazar combatiendo con disciplina y valor; Shimarisu y yo contribuímos en la defensa del barco, aunque nuestro pasaje no nos obligaba a ello, y pudimos rechazar el ataque,, no sin alguna baja en las filas de nuestros marinos. Sin embargo, el tiempo fue muy bueno, con el viento a favor, y ello me recordó a cuando el Sensei me contó la historia de mi procedencia y los viajes que me llevaron al templo de Kodokunayama.


Nuestro puerto de destino era Tankra. Continuamos haciendo nuestras pesquisas acerca de un misterioso grupo de aventureros, y durante muchas semanas, no encontramos ninguna pista; así que nos movimos de ciudad en ciudad en busca de algo que nos llevara a ellos. En cerca de un año apenas hicimos progresos, hasta que un día nuestro destino nos encontró en el puerto de Sihk. A las puertas de una taberna local, un marinero zhargoshiano, de nombre Filippo, de aspecto altivo y risa queda, hablaba con sus camaradas acerca de un grupo de aventureros que recientemente había concluido su “Giro” por Zhargosh, una costumbre de aquellas tierras amenazadas por la niebla de los muertos del temible Fenris. Decía Filippo que aquel pintoresco grupo, que se hacía llamar el Coro Cegado y en cuyas filas había un sacerdote ciego de Ilfaath, vagaba de pueblo en pueblo cumpliendo misiones para los lugareños mientras esperaban para asestar un golpe definitivo a la niebla, y que gracias a ellos, había recibido noticias de su primo Bertollucci, que vivía en la otra punta del país que él. Aunque al principio nos llamó la atención el nombre del grupo y el hecho de que hubiera un ciego en sus miembros, tampoco le dimos especial importancia. Al menos no hasta tiempo después.


Salimos de Sihk, rumbo a Chokman, y aquel fue un viaje agitado; Primero tuvimos que lidiar con un pequeño grupo de forajidos, que intentaron robarnos nuestras pertenencias. Sin embargo, Shimarisu y yo éramos curtidos luchadores de artes marciales, y pudimos repelerlos; Cuando por error nos desviamos del camino principal, tuvimos que enfrentarnos a un escuadrón de drows y duérgar procedentes de la infraoscuridad; Habíamos estudiado en el templo este tipo de seres y su procedencia, aunque nunca habría imaginado su tremenda maldad. Nos superaban ampliamente en número, y luchamos con disciplina y valor, eliminando a todos ellos excepto a su líder, una drow especialmente hábil con su cimitarra y su escudo, y uno de los duérgar, un enano con armadura de cuero experto en el uso de la ballesta. Finalmente nos redujeron y amordazaron, satisfechos con su captura, convencidos de que podrían pedir un buen precio por nosotros como esclavos.





Nos llevaron por tortuosos caminos, sólo visibles para ellos, durante las noches. Por el día descansaban, y cuando la vegetación empezó a escasear, y el desierto era ya el paisaje más común, se detuvieron junto a una pequeña formación rocosa. La drow comenzó a hacer unos pases mágicos, y el duérgar se quedó mirándola como hipnotizado. Entonces Shimarisu me dijo:

- ¿Confías en mí, Ari-San?

- Por supuesto – contesté.

- Pues ha llegado el momento de escapar.

Veloz como una ardilla que huye de su depredador, se liberó de sus ataduras, alcanzó una daga del cinto del duérgar, y cortó las mías. Peleamos espalda contra espalda, interrumpiendo el conjuro de la elfa, que muy enfadada, cargó contra el duérgar, cortándole la cabeza mientras le llamaba piojoso inútil, y luego se volvió hacia nosotros con sangre en los ojos. La pelea fue cruenta, pero finalmente conseguimos asestar un golpe fatal a nuestra captora, que cayó sin vida. Ambos sonreímos, y nos hicimos una reverencia como solíamos, recogimos nuestras cosas y reanudamos la marcha intentando desandar el camino andado, buscando la carretera imperial.


Durante los días siguientes, Shimarisu comenzó a sentirse mal. Su rostro estaba pálido, y las heridas infligidas por la oscura hoja de la cimitarra de la elfa no sanaban, más al contrario, parecían supurar y heder más de lo normal. Empecé a preocuparme por mi amigo, y aunque este al principio le quitaba importancia, empezó a tropezar con frecuencia, a farfullar palabras sin sentido, y a tener terribles fiebres durante la noche. Cuidé como mejor supe a mi amigo, pero apenas tenía conocimiento de medicinas, y nuestras pociones curativas se habían agotado en nuestras peleas de días anteriores. Improvisé una parihuela con vegetación del camino y telas de una túnica, me la até a la cintura, y continué avanzando hacia Chokman.


Sin embargo, cuando quedaban un par de jornadas de viaje, pues el ritmo era penoso tirando de la improvisada camilla, mi amigo empeoró ostensiblemente, y pidió que me acercase para escucharle, pues su voz era apenas un susurro inaudible; Desde hacía días sólo decía frases inconexas y palabras sueltas, y la que más repetía era “oscuridad”. Me acerqué a su boca, que recitó,

Serás luz en el camino oscuro de la hormiga, pues no se te ha concedido el diamante, y la llevarás de árbol en árbol hasta que los seres de las profundidades emponzoñen tu camino en la tierra y te lleven al cielo”. Después de eso, Shimarisu sonrió, y murió.


Con gran pesar, continué mi camino tirando del cuerpo de mi amigo muerto hasta la ciudad, donde descubrí que no estaba permitida la entrada a gente ajena al ejército; Pedí hablar con el jefe de la guardia, a quien con mis mejores palabras, conseguí sacar la promesa de que entregaría el cuerpo de Shimarisu a un templo local para realizar su funeral; Doné su equipo como pago para que se llevara a cabo, besé en la frente a mi amigo monje, quien tanto bien había hecho en mi vida, y me juré a mí mismo cumplir la misión que el Sensei me había encomendado, haciendo honor al sacrificio de Shimarisu.


Mi viaje continuó aún más al sur, a Akrahm primero, y a Nyongo después. En aquellas dos ciudades tampoco encontré lo que buscaba, y seguí más al sur, de camino a la capital del imperio re-ionnita. Allí esperaba solicitar audiencia con la Emperatriz Hyandora, cuya sabiduría era legendaria entre las gentes de este continente, a la altura de la que los hiraneanos suponemos a nuestro amado Hanzamon II. Así lo hice, y esperé algunos días a las puertas del hermoso palacio que servía de residencia de la soberana. Miles de personas esperaban ser escuchadas por la gobernante, así que la espera para ser recibido era larga. Después de una semana de espera, se armó un pequeño revuelo en el palacio. Las gentes murmuraban, sorprendidas. Una comitiva, encabezada por un adusto jinete, al que todos identificaban como Samir Re, seguido por un pequeño grupo de guardias que custodiaban a unos prisioneros, se abría paso hacia el palacio. La expresión del jinete, era de profunda tristeza y decepción. Los prisioneros, un variopinto grupo de hombres y mujeres con expresiones entre confundidas y avergonzadas, no oponían resistencia. “¡Es el Coro Cegado!” Exclamó un campesino que esperaba audiencia cerca de mí. Al principio aquel familiar nombre no me dijo nada… sólo por unos segundos. Luego recordé a Filippo, y sorprendido me volví al campesino, al que le pedí que me contase más acerca de aquel grupo. Mohammed, que era su nombre, me contó historias acerca de cómo aquel grupo se había granjeado las simpatías de la Emperatriz, y del capitán de la guardia, el señor Re, cumpliendo misiones para ellos. También se decía que era el Coro Cegado quien había jugado un papel determinante en la victoria sobre la Niebla Maldita. Entonces, ¿por qué estaban ahora bajo arresto? Nadie lo sabía, y todos parecían sorprendidos en igual medida.


Han pasado dos años exactos desde que atravesé las puertas de Kodokunayama, y hoy creo estar en disposición de hacer de bastón al ciego, y de puño al manco.