Zangief: Super Street Fighter 4 Character Guide

   Mi nombre es Hägar Nefzen. Nací en una granja, en medio de ninguna parte, al norte de Fevris, donde mis padres malvivían de sus cosechas, ya que apenas podían pagar los impuestos que cada año, los Caballeros de la Moneda venían a recaudar. Fui el sexto de siete hijos, aunque sólo dos llegamos a la edad adulta, mi hermano pequeño Jürgen y yo. Le llevaba dos años, y en cuanto él cumplió los 16, nos largamos a enrolarnos en la milicia de Fevris, en busca de pastos más verdes; nuestros padres podrían vivir más desahogados, y nosotros podríamos al fin disfrutar de algo más que la siembra y la siega.

    Al principio nos costó adaptarnos a la vida militar, aunque pronto aprendimos a obedecer a los superiores, para ahorrarnos castigos. Gastábamos la exigua paga en burdeles y tabernas locales, y éramos más felices de lo que creíamos.

   Cuando nos licenciaron de la milicia, nos fuimos en busca de fortuna como aventureros. No nos fue mal, y estuvimos en varios grupos con más o menos suerte. Ganábamos bastante dinero, tanto como para ir mejorando nuestras armas y armaduras, y probar todas y cada una de las prostitutas que nos encontrábamos.

   La suerte nunca dura eternamente, y un aciago día, después de cinco años de aventuras, tuvimos la mala suerte de cruzarnos con Tarashor, conocido como Rompemontañas. Era un minotauro realmente formidable. Aunque en principio formábamos alianza con él para saquear el tesoro de un dragón, el condenado reptil apareció antes de tiempo. El combate se puso feo para los nuestros, así que decidimos huir. Me avergüenza admitir que traicioné a nuestro compañero, me quedé con su hacha, con la que me corté una oreja y se la arrojé, pues era conocida su costumbre de quedarse con tal trofeo, y conté que fue él quien nos había traicionado, y yo le había derrotado, sólo con el rasguño de la cara. Durante un tiempo, fue la versión oficial, hasta que Tarashor reapareció; se había negado a morir a manos del dragón, y buscaba venganza.

Foto del usuario        La cobró, pero no sobre mí. El pobre Jürgen no era tan astuto como yo, y cayó en la emboscada del minotauro, antes de que pudiera advertirle. Después de aquello, pasé varios meses huyendo de Tarashor, que finalmente pareció desistir de perseguirme. Para entonces, mi huida me había llevado a refugiarme en una tribu bárbara del norte de Allionas, así que decidí adoptar tal cultura, y aprendí a luchar sin la protección del metal, dejándome llevar por los más bajos instintos. Mientras aprendía, guardé luto por Jürgen, quien había dado su vida cuando debió ser la mía la que se extinguiera.Cuando consideré que había aprendido todo cuanto necesitaba, me despedí de aquellas gentes. Estoy bastante seguro de que al menos un par de muchachas de la tribu dieron a luz a bastardos míos, aunque nunca quise volver a comprobarlo.

    De ahí en adelante, mi vida se limitó a vender mis servicios al mejor postor, cobrar la paga, y despilfarrarla en putas y aún más, en alcohol. Creo que estuve varios años consecutivos borracho, encadenando una con otra, sin dejar que bajara, pues mis sentidos embotados no me dejaban sentir dolor por la pérdida… ni ninguna otra cosa.

    El destino me llevó a Tyrsail, donde me enrolé como mercenario en el ejército del Rey Allanon, que pagaba generosamente ante la próxima guerra. Cuando llegó la batalla de Baeronorme, había prácticamente gastado mi paga adelantada, y combatí completamente borracho. Me cuesta imaginar cómo pude mantenerme en pie, supongo que guiado por la furia y por la fuerza que otorga saber que no tienes nada que perder.

    Allí hice un buen amigo, aunque no recuerdo su nombre o aspecto. Sólo sé que tras la batalla, un reclutador real se nos acercó, pues habíamos terminado luchando espalda a espalda, y nos ofreció formar parte de la guardia personal del Rey. La promesa de oro, gloria y aventuras me tenía prácticamente convencido, aunque lo que me llevó a firmar fue la voluptuosa figura de una mujer amazona, de nombre Xelenna, que se había unido también a esta comitiva. Resultó que yo no le interesaba demasiado, pero logré que me comiera la polla. Pero eso es otra historia.

    Después de un par de aventuras, el Rey parecía taciturno, a pesar de los avances que hacíamos buscando unos misteriosos tomos de poder, que albergaban poderes mágicos fabulosos. Sin embargo, no había visto ni una moneda de la paga prometida, así que empezaba a impacientarme. El tal Allanon, niño rico malcriado, daba órdenes en tono despectivo, y esperaba ser obedecido al instante, tal y como estaba acostumbrado con su servidumbre. Llevaba consigo, entre otros, a una despreciable clériga de Maddusse, que le consentía todos los caprichos y parecía adorarlo. Siempre pensé que era su madre, sin embargo ella era elfa y el Rey era totalmente humano.

    Cuando nuestras aventuras nos llevaron a un semiplano de Finnalis, gobernado por su lugarteniente Amber Irisdefuego, ésta me ofreció lo que llevaba tiempo esperando: una vía de escape de este ruinoso grupo, donde no cobraba, y donde ya había muerto y resucitado media docena de veces. No me rentaba en ningún sentido, pues además Xelenna huía de mí como de la peste, así que acepté la oferta de Amber, la verdad sin pensar demasiado en las consecuencias. Tampoco me importó, pues entonces fue cuando descubrí la luz del Justo, e impelido por mi aceptación, me convertí a su fe de inmediato. A cambio, la promesa de poder ejercer justicia sobre Allanon en un futuro, y ser juez de su último día.

    Tras convertirme a la fe de Finnalis, la plaga de Fenris comenzaba a hacer sus primeros estragos, así que decidí que mi presencia en primera línea de batalla sería bienvenida, pues apenas podía conjurar bendiciones, pero sí que podía repartir hachazos a los no-muertos. Eso me llevó a Zhargosh, y a ingresar en la compañía de la Moneda Bailarina tras años en vanguardia sin que la muerte me encontrase.

    Allí serví un decenio, encontrándome a mí mismo, e incluso, tuve la oportunidad de hacer las paces con Tarashor, que ya no parecía interesado en vengarse, no hace mucho tiempo.

    Os recuerdo, el día que aparecisteis a las puertas de Heko, aunque veo que os faltan efectivos. Apaciguado por los años, aquí me hallo, ante vosotros, y ante Finnalis, dispuesto a retomar mi camino de aventuras, pues unos sueños, que no sé si calificar como proféticos, me han traído hasta aquí, en busca de la anterior archimaga, Galidarian. Sin embargo, Naltiria me informa de que Galidarian murió, y es ella ahora la archimaga y heredera de la torre. No sé si sois vosotros a quien he de ayudar, pero he oído que vais a eliminar no-muertos, y ese es un buen pasatiempo mientras valoro si me quedo.


 

No hay lugar como el hogar

CUIDADO, SPOILERS A CONTINUACIÓN DE LA HISTORIA DE UMRICK. SI PREFERÍS DESCUBRIRLOS EN PARTIDA NO CONTINUÉIS.

Canción recomendada :D : https://www.youtube.com/watch?v=I4yK6r6meT0&ab_channel=hypeechan



 


Secando las amargas lágrimas de su rostro, había jurado ante los dioses que no volvería a llorar cuando fue exiliada de Albor. Las llamas habían consumido el poblado y la consumían por dentro: El fuego del dolor era tan intenso que había secado sus lágrimas, sus emociones. Algo se había quebrado en su interior, y había dejado de sentir, de ser. Con un rostro distinto el mundo la miraría diferente, sí, pero su visión del mundo también había cambiado. El dolor se había convertido en odio, el miedo en resentimiento y la inseguridad en hedonismo.


Hasta que había conocido a aquel caballero, siempre sonriente, y su rostro había vuelto a cambiar, con la mirada cansada, tranquila y punto traviesa de un viejo gnomo. En su interior las llamas se habían extinguido, y de sus cenizas había comenzado a crecer algo nuevo. Algo que la despertaba cada mañana y ponía en su cabeza un inmenso sombrero. Quizá lo mismo que la hizo seguir al caballero al este, junto a sus singulares compañeros.


"Estoy vivo", había gritado con todo el aire de sus pulmones junto a soldados de todos los reinos, cuando Arduín, "Lengua de Plata", había preguntado a voz en grito quién todavía, a pesar de todo, aún vivía. Embriagado de la emoción, con la camaradería que encendía los corazones aún allí, en la profundidad de lo más oscuro de la niebla, sentía que cada muerto que devolvía al suelo, limpiaba un poco la sangre de sus manos, los pecados de su conciencia. Quizá eso que había nacido en su interior fuera esperanza, incluso frente al apocalipsis que luchaban.


Así se unió a ese grupo de locos que llamaban Crisol. Y en el tiempo entre discusiones, aventuras y bromas regaba, poco a poco esa esperanza. Lejos de la niebla, de los muertos, casi parecía que se hubiera sumido en un sueño, un sueño distinto a lo que conociera, siendo alguien distinto ¿podría tener entonces, un distinto final? Si soñabas con ser otra persona, ¿te podrías convertir en ella si nadie te despertaba? Hasta las noticias del este le habían parecido como una lejana pesadilla.


Pero la visión de una niña muerta le había arrancado de aquel sueño como un balde de agua fría. Como una bofetada. Aquella que habían llamado Marryn. La Elegida de Finallis. La Santa. Aquella que, en un gran palanquín con los colores de Khala, portando el medallón del Coraje y rodeada de canciones y aguerridos soldados se había adentrado en la niebla, para derrotar a Caerdan, para sin embargo, nunca salir. Esa niña inocente, esos corazones valientes. Símbolos vivientes de la esperanza. Ahora solo más soldados para el ejército de los muertos.


Umrick, el archimago gnomo, había dejado con manos temblorosas el pequeño alfil de Adelajda delante de la puerta de Teenar. Sus respiraciones eran rápidas, superficiales e intensas. Hiperventilaba. Había sentido una arcada en su estómago, que a duras penas reprimió llevándose la mano a la boca. 


"Es un suicidio", se repitía en su cabeza. "No puedo, no puedo…si voy moriré, muerte es lo único que queda allí, y no estoy preparada para morir. No quiero morir". De repente, como un cuchillo al rojo, la lógica y el razonamiento más carentes de emoción, habían cortado todas las capas con las que se ocultaba. Quizá podría engañar a todos, aunque ni siquiera así era. Las mentiras que hasta sí misma se repetía, sostenían la máscara de aquel gnomo, sabio y confiado, pero aquella niña las había roto, junto a la máscara, hasta llegar a ese incipiente esperanza y convertirla solo en duda, en miedo. Cómo habrían ellos de triunfar, les había dicho a sus compañeros, donde antes otros mejores habían caído. Podría engañar a todos, incluso a sí misma, pero no engañaría a la muerte y su esclava Marryn, ahora tan poderosa como para encontrarles incluso bajo la protección de la torre de Naltiria. Bajo su mirada volvía a ser débil, ingenua e ilusa.


El mago se había calado sobre el rostro el gran sombrero, ocultando los ojos brillantes, el gesto torcido, y con una palabra arcana se teletransportó lejos de la torre, lejos de Taneo. Sin saber donde ir, inseguro, tembloroso. Distintos lugares pasaban por su mente, pero en ninguno se sentía seguro, ninguno lo sientía como un hogar. Sulyindiel donde creció y estudió, pero también donde Wynrona la dió por muerta. Funterish, donde construyó la leyenda del Secreto Oscuro, ahora pasto de los muertos. Villaccia, donde vivió tras el exhilio, guardaba solo enemigos. Instintivamente buscó otro, sin saber ni lo que quería encontrar. Albor. Presa de la ruina y la muerte, su inconsciente la llevó al único verdadero hogar que conociera. Cerca de los humedales del Antrino en Zhargosh,  un valle entre las montañas, en lo más profundo de un bosque milenario, protegido por las montañas y cerca del cauce del río, cerca del bosque encantado de los Sauces Riseños.


Cuando finalmente sus pasos y su magia, la llevaron al desolado bosque, vagó, volando a media altura, entre la destrucción de lo que fueran grandes cúpulas entre los árboles, unidas en forma de pasadizos y puentes por grandes lianas y ramas, decoradas con fragantes flores de brillantes colores. Ahora, las ramas peladas de los árboles se levantaban desnudas al cielo como suplicando ayuda a unos dioses sordos a sus lamentos.


Pasó también por el corazón de los Sauces, el centro de la aldea, otrora cargado de vida, mercaderes, puestos ambulantes, pregones, risas, las danzarinas luces filtradas entre las cúpulas de los árboles en las brillantes alas de cientos de hadas, con su suave zumbido… Ahora solo el viento ululaba entre los troncos cenicientos. Savia, el ayuntamiento, siempre decorado con flores, las Salas de los Recuerdos, cargadas de pasos, de susurros, Corona, el gran centro de reuniones, escenario de bailes y canciones… solo ceniza, muerte y destrucción.


Presa del fuego allá donde viera, vagaba sin rumbo, con su mente evocando tiempos largo pasados de sus pequeñas aventuras, junto a sus amigos y familia, en la que fuera La Joya del Sur, para los suyos. Acabó finalmente en la que había sido su pequeña casa, ahora poco más que un tocón inerte. 


Presa de la impotencia, de la rabia, del miedo gritó al pasaje desolado. Gritaba a sus sueños rotos y su infancia destruída. Gritaba y golpeaba el tocón una y otra vez, con sus pequeñas manos rosadas, una y otra vez. De miedo, de rabia y de impotencia. Le habían arrebatado todo lo que había amado alguna vez. Todo lo que tenía. Todo lo que era.


El dolor que había olvidado volvió a inundarla, como sus ojos de lágrimas. Y del dolor, el odio. Los odiaba a todos. A todos. A su maestro, que la había traicionado. A sus padres, que la habían olvidado. A amigos y vecinos que la habían exiliado. Desconocidos que se habían aprovechado de su inocencia. Malnacidos que habían abusado de su bondad.


A todos.


A Alexander y a Koji, que se habían muerto. A Holguen por matarlos. A Arduín, a Zahir, a Galaeris por no haber hecho nada. A esos malditos artefactos. A Caerdan y sus odiosos muertos. A esa condenada niña que la llenaba del miedo más atroz.


Pero sobre todo, se odiaba a sí misma. Débil, pequeña y asustada. Por haber creído, por haberse enamorado. Por haber regado esa pequeña esperanza ahora pisoteada. Por haberse pensado otra persona.


Y ahora, en la hora de la verdad, siendo el despreciable gusano que era, al darse cuenta que no era capaz, que no era digna.


Solo una inútil y despreciable hada, pequeña, débil y asustada.


Con lágrimas en los ojos, viendo la sangre verde brotar, se dió al fin cuenta. Por primera vez en nueve años volvía a tener esa forma que despreciaba. Una criatura menuda, de poco más de dos piés de alto. Un hada de cabello añil, grandes ojos dorados de pupilas rasgadas, y alas rosadas de mariposa, joven, muy joven y frágil, pero con la mirada dura de aquellos con una edad impropia de sus años.


Se acurrucó, abrazada sobre sí misma, en los restos de lo que fuera su hogar, cubierta por la ceniza, lloró. Después de nueve años rompió su promesa, y entre sollozos, lágrimas incontrolables caían por sus mejillas.


 Por Alexander y por Koji. Por el sueño de un Coro destrozado. Por la Esperanza rota, y sus capitularios esclavizados.


Por una niña Espectro, y por una niña Hada.





Las horas pasaron, y una noche fresca de Khalander, de llanto entre la vigilia y superficiales sueños agitados, dió lugar al sol se levantaba en Albor, encendiendo el rojizo de los árboles que otrora fuera el orgullo de su gente y diera nombre a la aldea.


Con los ojos enrojecidos y las ropas cubiertas del negro de la ceniza, Neesa se frotó los ojos para descubrir, en el tocón quemado del gran arbol que fuera su hogar, como una pequeña flor celeste abría sus pétalos a pesar de toda adversidad.


Enjugando las lágrimas, un viejo gnomo se caló el sombrero, rememorando lo que unos héroes le habían recordado en lo más oscuro del camino hacia Tysen, rodeados por la muerte y la Niebla. Mientras, conjuró una teleportación al que había decidido sería su nuevo hogar, su nueva familia, Tolina, musitó con una leve sonrisa:


  • Estoy vivo.