Historia Inicial - Helena Lagoluna

Año 2275 después del Concilio. Ciudad de Luna Llena, comarca Lago de Luna. Séptima luna del séptimo mes.

Soy joven para escribir unas memorias, pues mis ojos aún no han visto suficiente y todavía cuento pocas lunas, pero acabo de ser juramentada como Hermana Paladina de la Sagrada Orden de los Siete Dragones y, entre otras cosas, se espera de mí que pueda llevar un registro fehaciente de lo que Siete disponen ante mí. Así que me dispongo a relatar mi historia.

Debo remontarme diecinueve años atrás, a la primavera del año 2256 después del Concilio. Ese fue el año en el que mi hermana y yo, recién nacidas, fuimos abandonadas ante las enormes puertas de la catedral del Claro Nocturno, en la ciudad de Luna Llena.

No tengo recuerdos de aquel día, era demasiado pequeña, pero jamás se nos ocultó nuestro origen y años más tarde nos fue revelado que nadie había visto quién dejó las cestas ni se supo por qué. Aquel invierno había sido duro, y eso quizá pudiera explicarlo, pero son solo suposiciones. Lo único cierto es que dos niñas gemelas de incipiente cabello rojo como el fuego aparecieron ante las puertas de la catedral. Hay quienes lo interpretaron como un gesto divino, dos niñas bendecidas por la llama de Pernás y cuya crianza quedó encomendaba a los sacerdotes, pero nunca se nos trató con privilegios ni de manera distinta al resto. Y digo al resto porque no éramos las únicas en aquella situación. Apenas nos recogieron, fuimos llevadas al orfanato, donde nos criamos junto a otros niños abandonados. En total, una veintena de criaturas desafortunadas sin origen, hogar, ni medios.

Unos días después de aquello se nos dio la Bienvenida a la vida. No recuerdo la ceremonia, pero me han contado que transcurrió de manera natural. Siete chorros de agua fueron vertidos sobre cada una de nosotras y se nos fue dado un nombre. A mí, Helena. A mi hermana, Izbrith. No sabemos quién es la mayor de las dos, pero a Izbrith le gusta pensar que es ella porque fue la primera en ser recibida bajo el amparo de los Siete en el rito de nombramiento.

Como carecíamos de apellido, nos otorgaron el que comparten hijos bastardos y niños de padres desconocidos: Lagoluna. Y así comienza mi historia, aunque debo decir nuestra, porque mi destino está ligado, quiera o no, al de mi hermana Izbrith.

Nuestra infancia transcurrió de manera normal, entre el colegio, los juegos infantiles con otros niños y las enseñanzas sacerdotales. Desde bien pequeñas se nos encaminó hacia la vida clerical, pero compaginábamos la ayuda en los oficios y los servicios en la parroquia y en la misma catedral cuando procedía con los estudios comunales en la escuela local.

El orfanato lo dirigía una hermana muy estricta y severa que nos inculcó la importancia del deber y el orden, pero que al mismo tiempo comprendía las necesidades de unos niños que habían sido abandonados. Éramos trece chicas y ocho chicos, y nos llevábamos bastante bien. Jugábamos juntos todos los días, compartíamos comidas y labores, y nos uníamos cuando simulábamos guerras con los niños de otros barrios. De hecho, ese era nuestro juego preferido. Armábamos caballos de madera con palos que colocábamos entre nuestras piernas y simulábamos marchar a la guerra.

Tengo gratos recuerdos de aquellos tiempos, aunque también algunos desagradables, como el día que un niño perdió un ojo por culpa de la astilla de una de las espadas de madera del hijo de un herrero o un carpintero. O el día que recibí una paliza al interponerme entre un niño más pequeño del que unos niños de más edad que yo trataban de abusar. También recuerdo lo incómoda que me sentí en alguna ocasión que mi hermana Izbrith trataba de hacer creer a los demás niños que procedíamos de los Dragones y que el color fuego de nuestro cabello era una prueba. O cuando pretendía que me hiciera pasar por ella para superar alguna de las pruebas físicas que nos obligaban a superar en el colegio. No se le daban bien las actividades físicas. Esa es, diría, una de las características que nos diferencian. Lo suyo eran las ciencias biológicas, las novelas de aventuras y la indiferencia por algunas normas que creía estúpidas. Por supuesto que jamás acepté hacerme pasar por ella, pero Izbrith no dejaba de insistir. Pensaba que debíamos aprovecharnos de nuestra condición, “iguales como dos gotas de agua”, pero quebrantar las normas provocaba que mi vello se erizase.


Esto precisamente fue motivo de grandes discusiones entre nosotras durante la adolescencia. En más de una ocasión, Izbrith se hacía pasar por mí y se citaba con alguno de los chicos con los que yo tenía encuentros más personales. Eran chiquilladas, bromas inocentes con las que ella se reía, pero en su momento provocaba mi exasperación.

No obstante, lo que recuerdo con más nitidez de mis primeros años son los rezos y el estudio de la Fe de los Siete Dragones. Me entusiasmaban las leyendas y las historias. Mientras mi hermana se entretenía con novelas, yo me dedicaba al dogma y a la Fe. Tengo grabado en lo más profundo de mi recuerdo el rezo que compartíamos con el resto de niños del orfanato cada noche:

La mirada de Aedith es justa y honrada,
su luz me guía hacia la larga noche.
El canto de Eminta es sereno e imperturbable,
su sonido apacigua mi sed.
La mano de Murnos es áspera y recia,
su toque calma mi estómago.
El corazón de Pernás es refulgente y amable,
su latido me calienta el alma.
La sonrisa de Nucro es veraz e inocente,
su belleza da forma a mis sueños.
El gesto de Zehena es grácil y desinteresado,
su gracia me trae sustento.
La pisada de Arcazet es firme e infinita,
su huella me ampara en el tiempo.
Su luz me guía hacia la larga noche.

Muy pronto supe que mi camino me llevaría de algún modo de la mano de los dioses. Y así terminamos en la escuela clerical al cumplir los dieciséis y terminar el periodo obligatorio del colegio. Tanto Izbrith como yo ingresamos con la intención de convertirnos en sacerdotisas de los Siete Dragones y poder viajar por el mundo, difundiendo sus enseñanzas y viviendo aventuras. Sin embargo, el destino me tenía reservada otra ruta.

Una noche, apenas una semana después de comenzar el curso en la escuela clerical, mientras realizaba mis rezos, los Siete se presentaron ante mí y me revelaron que debía tomar otra senda, convertirme en paladina de la Sagrada Orden y hacer cumplir su voluntad en la tierra.

Al principio me costó comprender lo que acaba de ocurrir, puesto que nadie más que yo lo había presenciado. Ocurrió en la soledad de mi cuarto y no había testigos que pudieran confirmarme que aquello había sido real, pero dejé de dudar cuando al sujetar mi libro de rezos atisbé un destello distinto en mi anillo de ordenanza clerical. Brillaba con una palidez diferente, como si estuviera imbuido con luz de luna. Apenas fueron unos instantes, pero cuando el brillo se apagó, la superficie metálica del anillo emanaba calor como si acabase de ser forjado. No me quemaba la piel, pero así se sentía.

Salí de mi cuarto a la carrera, me dirigí a los aposentos del padre Farrash, director de la escuela clerical, y le expliqué lo que acaba de ocurrir. Al día siguiente, de su brazo, me presenté ante el complejo de la Sagrada Orden de los Siete Dragones para comenzar mi adiestramiento como paladina. Era el año 2272.

El Gran Maestre me recibió con sobriedad, pero en ningún momento cuestionó mi testimonio. Despidió al padre Farrash, pues nadie que no sea miembro de la Orden Sagrada puede cruzar el umbral, y me guió hasta su despacho. Era (y es) un nombre parco en palabras, pero una sabe por la inteligencia de su mirada que no se le escapa nada. En el despacho me hizo relatarle con detalle mi experiencia divina la noche anterior y, acto inmediato, ordenó a uno de sus ayudantes que me proveyera de alojamiento y me mostrase las instalaciones.

Al día siguiente, ya estaba asistiendo a lecciones de armas y a clases de historia junto a otros cuatro alumnos, todos hombres.

Pertenecer a la Sagrada Orden de los Siete Dragones es un privilegio incuestionable. Los dioses han imbuido a cada uno de sus miembros con su poder para llevar a cabo su voluntad en la tierra, y dominar tales aptitudes requiere mucho trabajo, esfuerzo y sacrificio. Un paladín debe ser valiente, honorable, leal a sus hermanos de la Orden, fiel a su palabra y defensor de la Fe de los Siete Dragones.

La Orden se fundamenta en torno a cuatro pilares esenciales: honestidad, compasión, honor y protección. Todos los paladines deben ser hábiles con las armas y deben cultivar los aspectos de su personalidad enfocados a ayudar al prójimo y combatir el mal que se cierne sobre nosotros.

No permanecí en reclusión, puesto que no es obligatorio y el vínculo con Izbrith me impelía a que nos viésemos con cierta frecuencia. Ella continuó sus estudios para convertirse en sacerdote, y eso tampoco le impedía que nos encontrásemos. Tampoco a querer aprovecharse de nuestra condición.
Sus travesuras me causaron más de un quebradero de cabeza. En alguna ocasión se hizo pasar por mí para acceder al complejo de la Sagrada Orden e investigar, lo que conllevó sendos castigos y penitencias.

Durante tres años me entrené con pasión y tesón desde que amanecía. Así, me preparé para unirme a mis hermanos de la Orden en la defensa de la Fe de los Siete Dragones y en la lucha contra la oscuridad de la plaga Esfixie.

Y eso me lleva hasta el día de hoy, cuando he prestado juramento y he pasado a ser Hermana Paladina de la Sagrada Orden.

En la sala central del templo de los Siete dentro del complejo de la Orden, ante todos mis hermanos paladines y bajo la tutela de las estatuas de mármol que representan a cada uno de los Siete Dragones, juré enfrentarme a la oscuridad.

El resto de la Orden, compuesta por no más de cincuenta miembros en la actualidad, presenció el juramento. Todos en pie, espada a la altura del pecho, rodeándome en un círculo perfecto. A ellos debía jurarles lealtad.

En el silencio perfecto del templo, solo se escuchaba mi voz:

Sed testigos de mi juramento, hermanos.
Entrego mi vida a la Orden hasta el día de mi muerte.
Juro vivir y morir con honor.
Juro combatir la injusticia y socorrer al necesitado.
Juro, en la paz y en la guerra, tratar a todo adversario con respeto y piedad.
Juro fidelidad a la Orden de los Siete Dragones.
Justo culto a los Siete.
Juro proteger a inocentes y débiles.
Juro asistir a enfermos y moribundos.
Juro buscar la verdad y nunca la gloria.
Juro enfrentarme a la oscuridad.

Tras enunciar el ancestral texto, el Gran Maestre tomó mi espada y posó la hoja en mi hombro derecho al tiempo que pronunciaba las palabras que determinarían el rumbo del resto de mi existencia hasta que llegase la larga noche:

En nombre de Aedith, os encomiendo ser justo/a. En nombre de Eminta, os encomiendo proteger a los débiles. En nombre de Murnos, os encomiendo ser piadoso/a. En nombre de Pernás, os encomiendo castigar a los infames y viles. En nombre de Nucro, os encomiendo servir de luz a los necesitados. En nombre de Zehena, os encomiendo alimentar a los hambrientos. En nombre de Arcazet, os encomiendo doblegaros servir a la Orden hasta que se acabe vuestro tiempo.

A continuación, el Gran Maestre me entregó la capa negra de la Orden, un escudo con el emblema de la Orden grabado (siete dragones entrelazados en torno a un círculo) y un colgante que podía servir como sello en el que se podía ver el mismo dibujo apreciable en el escudo.


Así fue como me convertí en Hermana Paladina de la Sagrada Orden de los Siete Dragones, durante la séptima luna del séptimo mes del año 2275.

No hay comentarios: