Acérquense, damas y caballeros, acérquense a este humilde bardo, para escuchar una nueva historia, acérquense para escuchar acerca de un compañero, al que no podemos definir de otra forma que no sea… bestial.

Laertes (I)



  La aldea celebraba el solsticio de verano con una fiesta digna de la ocasión. Habían cazado un par de venados, y algunos jabalíes, que asaban a fuego lento para el banquete que habría de darse el pueblo después del baile.

Los mejores bardos del pueblo tocaban alegres melodías y cantaban acerca de fatas bondadosas, criaturas silvanas fantásticas y aquelarres de druidas. Los ritmos eran rápidos, y los bailarines, como poseídos por algún espíritu, y probablemente ayudados por los preparados de setas de los druidas, contorsionaban sus cuerpos semidesnudos al ritmo de las percusiones. Los niños observaban sentados en tocones que hacían las veces de escaños, alrededor de la gran hoguera que emitía una ligera nube de humo que olía delicioso, mientras la carne daba vueltas en el espeto.

Se bendijo a Dreídita por los alimentos, y con deleite, los habitantes de la aldea comieron las deliciosas viandas, y consagraron la noche a la Dama del Bosque, que siempre había favorecido a aquella aldea con prosperidad, alimentos en abundancia y paz; tras la cena, los bardos se reunieron de nuevo, y con música más ambiental, comenzaron a contar historias de la diosa primero, para luego ir narrando otras acerca de mortales heroicos, y finalizar, ya bien entrada la noche y con las brasas de la hoguera casi apagadas, con algunas historias de miedo para asustar a los más pequeños, que se encogían en los regazos de sus madres. Cuando empezaron a retirarse, el sol ya despuntaba en el horizonte, y Laertes tomó de la mano a su esposa Elma, y se encaminaron a su lecho, donde siguieron con la celebración hasta que el sol alcanzó su punto más alto.

La mañana siguiente al solsticio era siempre de resaca para todos los habitantes del aquel pueblecillo sin nombre, apenas unas chozas dispuestas de manera un poco caprichosa alrededor de un pozo artesiano, que servía de suministro de agua potable y limpia. Durante generaciones, las familias allí asentadas, antaño nómadas, habían vivido en armonía con la naturaleza, tomando de ella lo necesario para sobrevivir y un poco más, que de cuando en vez cambiaban por las monedas de oro tan valoradas por los metropolitanos, que luego utilizaban para hacerse con otros bienes que les eran más inaccesibles, como metales o productos de artesanía.

En Siempriedra respetaban a estas gentes; eran honrados, hacían buenos negocios con ellos, les proporcionaban cuero de primera calidad, y no molestaban a nadie. Vivían en su bosque sin meterse en líos ni política, y por ello tenían su fama bien ganada. Su particular indumentaria, hecha a base de pieles de animales, les hacía bastante reconocibles.

El bosque era generoso, y proporcionaba a los habitantes de la aldea, no sólo la carne de caza, sino también pesca y vegetales, así como frutos silvestres. También los ingredientes que Laertes utilizaba en sus pociones, que luego utilizaba para sanar a su gente o para vender en la ciudad a buen precio. Allí incluso le hacían encargos de bebedizos para curar determinadas dolencias. El druida sonreía y tomaba nota de los síntomas de las gentes de la ciudad, iba al bosque, recolectaba ingredientes, los mezclaba con un poco de su magia, y regresaba para entregarlos, y se sacaba un buen dinero, con el que pagar algunos lujos para su esposa, como alguna pieza de bisutería o alguno para él, como su arco mágico encargado a los hechiceros.

En esas se encontraba, una noche pocos días después de la fiesta, recogiendo bayas y hierbas medicinales, encaramado en la copa de un árbol, cuando al mirar en dirección al pueblo, vio una columna de humo. No una normal, no se trataba de una hoguera para cocinar, ni siquiera era hora de comer; era medianoche, momento en que la flor que necesitaba se abría para recoger su polen, y la mayoría del pueblo dormía… o así debería haber sido. El corazón le dio un vuelco: algo iba mal.

A toda prisa se bajó del frondoso árbol, y transformándose con su magia en un rápido felino, corrió a todo lo que daban sus patas. A medida que se acercaba, y el olor a quemado llegaba a su nariz, comenzó a temblar. No sólo olía a madera o tela quemadas, también a carne chamuscada, a pelo, a muerte.

Cuando entró en el claro, aparte de destrucción, pudo ver a un humanoide, de largas orejas, piel negra y cabello plateado saliendo a los lados de su yelmo. Llevaba una armadura completa tan negra como su piel, una espada larga en su mano, y un escudo en forma de lágrima en la otra. Se introducía en ese momento en un portal de teletransporte, mirando en todas direcciones, para asegurarse de que nadie quedaba atrás. Vio al animal que observaba en el borde de la aldea, pero no le prestó atención. Cruzó el portal, que se desvaneció junto al elfo drow.

Una cabeza de víbora, símbolo de Víperuss, y debajo, un escorpión morado. Era el símbolo que el guerrero portaba en su escudo. Símbolo que Laertes difícilmente iba a poder olvidar jamás.

La aldea estaba completamente calcinada. Sólo quedaban cenizas de las chozas y objetos de sus amigos y compañeros. También algunos esqueletos humeantes, imposibles de identificar. Y nada más. Laertes recorrió el pueblo despacio, aun en su forma animal, intentando asumir lo que acababa de pasar. No sabía cuánto tiempo había podido durar el ataque, pero no había sido mucho. Las armas de sus vecinos descansaban en su mayoría en su sitio, si es que quedaba algo de ellas; los arcos, lanzas y mazas habían ardido, aunque había alguna cabeza de hacha allá donde había estado el arma completa. Aún atónito, se sentó al lado del pozo, completamente fuera de la realidad, como si estuviera viendo una escena desde fuera de su cuerpo, ajeno al horror y la barbarie. Así estuvo por varios minutos, no supo cuántos, pero ya amanecía cuando por fin reaccionó y recuperó su forma humana. Se encaminó al pozo, sacó un poco de agua, y se lavó la cara llena de hollín. Miró a su alrededor, por fin regresando al mundo real. Vio de nuevo los cadáveres, en posturas diferentes. Había cuatro o cinco que por la posición en el pueblo, y la postura en la que habían caído, sin duda murieron luchando. Sin embargo, la mayoría, yacían en donde había estado su choza, probablemente dormidos cuando les sorprendió el fuego. Los niños. Contó al menos una docena de esqueletos de niños. Habían muerto asfixiados por el humo, incapaces de salir de sus casas.

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, mientras lloraba en silencio. Recogió uno a uno los restos mortales de sus vecinos, de sus familiares, de sus amigos. Cavó una fosa común para todos a las afueras del devastado pueblo, la cubrió con tierra fértil, y plantó semillas, una por cada caído, como mandaba la tradición de Dreídita. Después, pensó en limpiar el resto de la aldea, pero decidió dejarla así como recuerdo, como advertencia para sí mismo. Apretaba los dientes con furia, al punto que parecía que los iba a romper. Los rechinó con fuerza, notando como la ira iba abriéndose paso a medida que su mente comprendía lo que había pasado aquella fatídica noche de verano. Consumido por la rabia, no se dio cuenta de que había pasado varios días dando sepultura a sus vecinos, y el estómago le recordó el paso del tiempo con un sonoro rugido.

Estuvo tentado de tirarse cuan largo era y dejarse morir, esperando que alguna bestia carroñera se alimentase de sus restos. Pero la venganza no lo dejó. Se levantó, tomó su arco, y cazó un par de liebres. Las asó donde hasta hace unos días siempre había estado la hoguera del poblado, y se las comió en silencio. Ni siquiera el bosque parecía emitir sonido alguno, como si guardara luto por sus amigos. Terminó su comida, y ya libre del shock, se levantó, y de nuevo, observó a su alrededor.

- ¿Cómo puedes consentir esto, Dreídita? ¿Cómo te atreves a ignorar nuestras oraciones, a dejar que unos desalmados vengan y nos reduzcan a cenizas? - decía Laertes, con los brazos en jarra, en voz bien alta - ¿Cómo es posible que te quedes cruzada de brazos ante tal infamia? ¿Dónde estaban tus criaturas faéricas? ¿Demasiado ocupadas custodiando estanques, gastando bromas a caminantes perdidos?

Silencio ominoso. No se movía ni una brizna de hierba.

- ¿Nada que decir, Dama del Bosque? ¿Tanto te hemos ofendido en el festival del solsticio? ¿No fue suficiente para ti, los bailes en tu honor, los rituales alabándote? ¿Qué más querías de nosotros?

Laertes cayó de rodillas en este instante, se le quebró la voz, y rompió a llorar, llevándose las manos a la cara. El rostro de su mujer, Elma, sonriente, se le apareció en la imaginación, e imaginó besarla, imaginó abrazar aquel cuerpo que ya no volvería a sentir.

- Yo te maldigo, Dreídita – dijo, con una sombra creciendo en su interior – yo te maldigo y renuncio a tu magia, tan inútil como para dejar morir aquello que amaba. Yo escupo en tu nombre – y escupió al suelo – en lo que representas, y en todo aquello que he creído hasta hoy.

Tras unos segundos, en los que sólo se oía en el bosque sollozar al druida, una gota de lluvia cayó en la mejilla de Laertes, y luego otra, y otra más. Comenzó a llover, despacio, gotas finas, como si la diosa misma estuviera llorando en silencio. Laertes se incorporó, volvió a escupir, y consumido por su propia rabia, intentó convertirse en algún animal para alejarse de aquel lugar… pero ya no pudo hacerlo. Acababa de renunciar a su magia, y ahora estaba en el mundo solo. Completamente.

Con aún más ira, comenzó a caminar sin rumbo, internándose en el bosque, mientras pensaba a toda prisa. ¿Qué iba a hacer ahora? Buscar aquel escudo. ¿Dónde podría adquirir esa información? Aún no lo sabía, pero en la ciudad casi seguro que podrían indicarle. ¿Cómo iba a enfrentarse a sus enemigos, una vez los encontrase, sin sus poderes? No tenía ni la más remota idea.

La determinación de vengarse por un lado, chocaba con la dura realidad, por el otro. Ahora era un hombre normal, sin ayuda, sin poder. Era sólo venganza.

Vagó por el bosque un tiempo indeterminado, un tiempo en que la lluvia no cesó de caer. Le mojaba hasta las entrañas, por más que se refugiase de aquellas gotas finas. En cualquier otra ocasión, hubiese rezado a su diosa para pedir orientación, o simplemente para calmarse. No podía ni pronunciar su nombre sin sentir un odio exacerbado, una rabia interior que le ardía en lo más profundo de su alma.

Entonces lo entendió. Había dado la espalda a su diosa, y ella había hecho lo propio. No pensaba pedir perdón, pues no se arrepentía, pero el hambre empezaba a hacer mella en Laertes, y la lluvia hacía difícil ver presas, y hacía que los animalillos se refugiaban en sus seguras madrigueras. Elevó una plegaria… al Cazador. Rogó a Cromn, dios de lo Salvaje, Señor de las Bestias, encontrar una presa con la que saciar su hambre. Y así sucedió. No sólo dejó de llover, si no que al momento, un gran ciervo, con enorme cornamenta, salió de su refugio y se quedó mirando a Laertes confundido. No dudó ni un instante el ex-druida, cargó su arco y disparó certeramente, atravesando el corazón de la bestia. Luego, poseído por un extraño frenesí, despellejó el cuerpo del ciervo, se puso la piel sin curtir a modo de capa, y comió la carne cruda de su presa hasta que se sació. Cuando tuvo suficiente, con la cara y manos llenas de sangre caliente, se levantó y se fue, momento que aprovecharon las aves carroñeras para abalanzarse sobre lo que quedaba de animal.

Perdió completamente la noción del tiempo, mientras se hundía más y más en la oscuridad. No contó las lunas, pero debieron ser más de veinte. Estaba rastreando una nueva presa, prácticamente convertido en un salvaje, siguiendo un rastro de sangre. Cuando entró en el claro, la visión de un grifo le hizo dudar. El animal, con un ala rota observó al hombre, y como leyendo sus pensamientos, y sabiéndose perdedor, agachó la cabeza y se preparó a morir, pues no tenía fuerzas para luchar. Algo se encendió dentro de Laertes, y en lugar de atacar, a pesar de que estaba hambriento, se acercó cuidadosamente a la bestia, que dio un par de picotazos al aire a modo de advertencia, pero sin mucha intención. Elevando su mano, Laertes continuó su avance, hasta que estuvo al alcance del animal, que decidió no atacar. El ex-druida acarició el pico del grifo, que se revolvió inquieto. Examinó el hombre la herida del animal. Era de algún tipo de arma de proyectil. Le habían roto el ala justo donde se unía al cuerpo. Calculó que los atacantes no podían andar lejos, pues el grifo no podría haber recorrido mucha distancia con esa herida. Se puso en guardia, y decidió esconderse tras los árboles. No tardaron en aparecer dos humanos, hombre y mujer, equipados con ballestas y con pinta de furtivos. Hablaban entre ellos en voz baja, pero Laertes pudo distinguir palabras sueltas. “piel” “dinero” “mercado” “trofeo”. Tensó el arco, y sin decir una palabra, disparó al hombre, que tenía más cerca, atravesándole la garganta. Intentó gritar, pero la sangre que le subía hacia la boca se lo impidió, y cayó tosiendo y ahogándose por su propia sangre. La mujer cargó su arma y buscó al atacante, pero en cuanto volvió la espalda al grifo buscando de dónde venía la flecha, la bestia le arrancó la cabeza de un bocado y la arrojó al otro lado del claro. El cuerpo permaneció unos segundo en pie, antes de desplomarse mientras el rojo líquido manaba a borbotones. Laertes salió de su escondite, aun en guardia, por si venía alguien más, pero pasaron unos minutos y no apareció nadie.

Se volvió a acercar al grifo, que bajó la cabeza, agradecido, y convencido de que era Cromn quien le había enviado semejante regalo, agradeció en silencio al dios, mientras posaba la mano en el pico del grifo.

- Te llamaré “Vronti”1.

1Tanacio. “Trueno”

No hay comentarios: