Acérquense, damas y caballeros, acérquense a este humilde bardo, para escuchar una nueva historia, acérquense para escuchar acerca de un compañero, al que no podemos definir de otra forma que no sea… bestial.


Elian (I)


Mi querido público, lo más sorprendente de la heroica historia de Laertes, es que no siquiera es el protagonista de la historia que vine a contar. Porque la historia que vine a contar, es la de su hijo, Elian…

Tras aquel fogonazo, se encontraron a unos metros del acceso a la Infraoscuridad que habían utilizado para llegar, así que sin perder un minuto, Laertes arrastró al muchacho hacia allí, y salieron a los bosques de Tysalevia. Sin mediar palabra, el hombre guió al chico a través de la vegetación en dirección a la ciudad. Cuando a lo lejos empezaron a divisar los edificios, Laertes bajó por fin el ritmo, e incluso se detuvo.

- Y bien, ¿tú quién eres?

- Yo… - balbuceó el chico, mirando nervioso a todas partes – yo soy Elian, el hijo de Elma.

- ¿Cuántos años tienes?

- Trece, casi catorce – dijo, y de repente cayó al suelo, asustado como un niño - ¿Dónde está el techo? ¿Qué es eso? - dijo, gritando completamente aterrorizado, mirando arriba.

- Eso es el cielo – dijo Laertes, casi enfadado por la ignorancia de Elian – y por lo que veo, nunca lo habías visto. - El hombre echó cuentas mentales. ¿Hacía catorce años ya de aquella fatídica noche? Seguramente sí. Aquel chico había de ser su hijo, engendrado en la mañana del solsticio. Los drows se habían llevado a su mujer embarazada. Y el pensamiento de que quizá los elfos hubiesen esclavizado a más de sus amigos y conocidos cruzó su mente, pero lo apartó rápidamente, sustituyéndolo por la cara cortada de su enemiga, Schzitsva. Todos sus pensamientos giraban en torno a la venganza, al fracaso… a las palabras de su mujer, y las del cansino de Servan.

Con esos pensamientos en la cabeza, Laertes ofreció la mano a Elian, para que se levantase del suelo. Elian la miró desconfiado, pero finalmente la aceptó, titubeando.

- Necesito ir al baño, mi señor.

- ¿El baño? ¿Mi señor? Tengo mucho trabajo que hacer. Mea en cualquier lado, esto es un bosque – dijo, haciendo un ademán con los brazos. Y no me pidas permiso, no soy tu señor. Ahora eres libre, Elian. Por cierto, soy Laertes.

- ¿Laertes? ¿Eres… mi padre?

- Veo que Elma te habló de mí, entonces.

- Sí, padre, me dijo que eras un hombre bueno, cariñoso, un poderoso druida.

- Me temo que he cambiado en estos años, hijo, y ya no soy ninguna de esas cosas.

Elian miró confundido a aquel hombre que acababa de conocer, y trató de asumir todos los cambios que acababan de acontecer en su vida. Ahora era libre, había perdido a su madre, pero había recuperado a su padre. Había conocido el cielo, del que sólo había oído hablar en cuentos, y no necesitaba pedir permiso para ir al baño.

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Costó años acostumbrar a Elian a la vida en la superficie, y aun más, a la vida libre. Años en los que la herida de Laertes en la mejilla fue empeorando, expandiéndose lentamente en todas direcciones, haciéndole perder el pelo primero, a medida que la infección se extendía a su cabeza, además de ir perdiendo paulatinamente la movilidad y sensibilidad en el cuello y en el brazo izquierdo. Las venas se marcaban en un gris enfermizo, la piel se blanqueaba y la carne se moría, y a pesar de los preparados de hierbas medicinales que se aplicaba cada día, sólo conseguía retardar el avance inexorable del veneno drow. El hombre sabía que la ponzoña acabaría con su vida más temprano que tarde, así que se aplicó en enseñar a Elian todo cuanto sabía acerca de la naturaleza. Le inició en la fe de Cromn, el Cazador, y como le enseñó todo cuanto podía acerca del arte druídico. No obstante, no podía enseñar magia a su hijo, así que decidió que lo mejor sería buscarle un maestro en otro arte.

Después de algún tiempo, Laertes se había vuelto a casar con Irina, una exploradora allionita. Era bella, rubia, de piel pálida y penetrantes ojos grises, y habían coincidido en un par de aventuras. Era tan buena con el arco como lo había sido Laertes, pero él ya no podía disparar, por su parálisis en el brazo, y porque estaba perdiendo visión de su ojo izquierdo, así que ahora peleaba con una espada corta cuerpo a cuerpo. Era Irina la que portaba el arco mágico de Laertes, y lo manejaba con maestría al tiempo que enseñaba a Elian a disparar.

Irina y Laertes nunca se habían amado realmente, pero habían decidido casarse para dar una figura materna a Elian. La exploradora había visto en el chico el hijo que deseaba y nunca tuvo, y la propuesta de Laertes de enseñarle a ser explorador le daba la oportunidad de moldearlo a su antojo en las artes de la caza. Aunque Irina rezaba a Geiath, poco a poco también empezó a encomendarse a Cromn por influencia de su marido, y también de su hijo, que había aprendido de su padre la fe. También de Laertes había tomado su odio exacerbado por los drows, incentivado además por los años de esclavitud vividos. Poco a poco el muchacho empezó a amar su libertad y a odiar a los que habían sido sus captores, que además le habían arrebatado a su madre.

La relación con Irina era más de admiración que de cariño; no era una madre, si no una mentora, que le enseñó a rastrear y cazar presas, una guardiana, que protegía el campamento cuando viajaban. Con quien se llevaba mejor era con Vronti el grifo, con quien correteaba por los bosques y volaba, saboreando su libertad.

Se podría decir que eran una extraña familia, o bien un curioso grupo. Para cuando Elian cumplió los 18, Laertes, que ya cojeaba ostensiblemente, y le costaba hablar, creyó que era el momento en que su hijo visitara los restos de la aldea. Apenas podía distinguirse ya nada, pues la vegetación había crecido por lo que antes era un claro, y allí donde Laertes había sepultado los cuerpos, jóvenes árboles habían nacido y luchaban por crecer, benditos por Dreídita.

- Aquí yacen tus parientes, asesinados por aquellos que secuestraron a tu madre y al resto. Atacaron de manera traicionera, con precisión y malevolencia. Asesinaron, secuestraron, robaron, nos despojaron de todo.

Elian asentía mientras recorría con la mirada el paisaje.

- Nadie diría que este es el escenario de ese crimen, padre.

- Pero lo es – Laertes cogió del hombro a su hijo con fuerza con su mano buena, enfatizando las palabras – y si la naturaleza no quiere recordarlo, tú sí has de hacerlo, pues yo ya no puedo reclamar la venganza que nuestro pueblo merece. Pero tú tienes toda la vida por delante para hacer justicia.

- Justicia… - murmuró Elian, apretando el puño – Sí, padre.

Cuando se marcharon del lugar, Laertes, como era habitual, iba montado en Vronti, incapaz ya de caminar. Al lado iba su mujer, y unos pasos por detrás, el chico.

- Siembras odio en tu hijo, Laertes. Quizá deberías dejar que elija su propio destino.

- Tiene motivos de sobra para odiar a los drow, y a los Lhoereb en concreto.

- Entonces, ¿por qué te esfuerzas tanto? - preguntó la mujer.

- Porque es la única manera de redimir a la familia.

- Es la única manera de que tu alma cansada de odiar encuentre algo de paz, y por el camino, vas a condenar la de tu hijo, y único descendiente de la aldea.

Las palabras de Irina atravesaron el cerebro de Laertes como agujas, despertando las olvidadas palabras de Servan: Si no eres capaz de salvarte a ti mismo, al menos ten la decencia de no llevar a tu hijo contigo a la condenación.” Hizo un ademán con la mano, molesto.

- Déjame en paz, tú no lo entiendes. No eres de la familia.

- Quizá por eso lo entiendo mejor que tú, maldito cabezota. Pero haz lo que quieras.

Irina no dijo nada más en ese momento, pero por la noche, en el campamento, mientras Elian dormía, volvió a la carga.

- ¿Quieres que tu hijo sea un amargado como tú, sin más ideas en la cabeza que cazar drows?

- He dicho que lo dejes. Si tan amargado estoy, no entiendo qué haces conmigo.

- No me tientes, Laertes. Te soporto por él – dijo la mujer, señalando la tienda donde dormía el joven – porque de cualquier otra manera, eres inaguantable. Eres peor que llevar un clérigo de Rezhias dando la matraca con el fin del mundo, pero tu perorata es “venganza, venganza” como si fueras un golem.

- Idos al infierno.

- ¿Idos? ¿Quiénes?

- Tú, Servan, Elma. Todos.

Irina agitó la cabeza, impotente.

A las pocas semanas, Laertes perdió la movilidad en la parte derecha del cuerpo. Ya no podía moverse, tan sólo hablar, con dificultad, porque incluso respirar era un trabajo fatigoso. Tuvieron que parar, y entre Irina y Elian, con la inestimable ayuda de Vronti, construyeron una pequeña cabaña, con un lecho donde acomodar a Laertes. La hora se acercaba. Mucho había escapado del fatal veneno. El hombre, que lucía un aspecto terriblemente demacrado, enfermizo, había incluso perdido los casi todos los dientes, y los pocos que quedaban estaban podridos y grises. No llegaba a 50 años, pero su aspecto parecía el de un hombre de más de 150.

Cuando dormía, Laertes nombraba a menudo a un tal Servan, y a su mujer Elma. Por el día, negaba acordarse de nada que hubiese soñado, y sólo tenía palabras de odio contra el clan Lhoereb y su matriarca. “Has de matarla, Elian. A ella y a toda su familia. Y si puedes hacer que sufra, aun mejor”

Elian e Irina cuidaron lo mejor que pudieron al enfermo, preparándole sus ungüentos y haciéndole lo más confortable posible su convalecencia. Sólo el odio le mantenía respirando día tras día, a pesar del cariño con que el hijo acomodaba la cabeza de su padre, le limpiaba pacientemente sus excrementos, y le daba de comer a la boca. Finalmente, Laertes se sintió tan débil, que fue consciente de que todo se acababa, y llamó a su hijo.

- Tengo algo que confesarte, Elian.

- Dime, padre.

- Hice una promesa a tu madre justo antes de que muriera, y no la he cumplido.

- ¿Qué promesa?

- Prometí que no te arrastraría conmigo a la oscuridad, que te enseñaría el legado de nuestro pueblo.

- ¿Qué legado es ese?

Laertes tosió débilmente.

- Éramos un pueblo bueno, amábamos la naturaleza, rezábamos a Dreídita y ella nos concedía sus dones – tosió de nuevo, esputando un líquido verde – La culpé a ella de nuestra desgracia, del mal que nos infligió Schzitsva, renuncié a su fe y condené mi magia y la de mi familia. He fallado a tu madre. Y a Servan.

- ¿Quién es Servan?

Laertes tosió de nuevo, y miró a los ojos de su hijo, por última vez, viendo en su mirada el bien que anidaba en el fondo de su corazón, pero también la determinación por cumplir la venganza.

- No importa, hijo. No importa. Tan sólo asegúrate de acabar con los Lhoereb.

- Sí, padre. Lo juro ante Cromn.

Laertes asintió, y cerró los ojos.

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