Acérquense, damas y caballeros, acérquense a este humilde bardo, para escuchar una nueva historia, acérquense para escuchar acerca de una compañera de grupo, cuanto menos… especial.

Kalanthe (IV)

- ¡Luchad, luchad, hijos de puta! ¡El mundo se va al carajo, pero aguantaremos una noche más!

Kalanthe combatía con valentía cada día, en primera línea, en las escasas grietas que los no-muertos conseguían abrir en las defensas creadas por los magos; en cada escaramuza gritaba consignas similares, en las que decía que todo se iba a la mierda, pero sin embargo, luchaba con denuedo y pundonor al límite de sus capacidades, y una y otra vez como buena superviviente, llegaba al final de la noche extenuada, magullada, pero viva.

- Ya es mala suerte, para vosotros, me refiero, que se vayan muriendo todos menos yo – comentaba alrededor de una hoguera, sentada con más camaradas de batallas.

- Fortunna ha de sonreírnos una noche más – contestó un sacerdote de la Dama Suerte.

- ¡Ja! Fortunna creo que ahora mismo está ocupada en la otra punta del mundo, porque aquí no se la termina de ver.

- Curioso que diga eso la que lleva sobreviviendo a batalla tras batalla por más de cinco años.

- ¡Y mira que busco la muerte! ¡Ya es desgracia que no la encuentre!

Kalanthe emitió una sonora carcajada mientras alzaba su jarra. El clérigo de Fortunna brindó mientras negaba con la cabeza, resignado.

Efectivamente, había pasado más de un lustro desde el día que Kalanthe fue liberada de prisión para luchar contra la Niebla, y la cosa no tenía visos de mejorar. Toda la ciudad estaba rodeada por esa espesa nube mortecina de la que surgían engendros no-muertos sin cesar, esa pegajosa Niebla que si te rozaba, te convertía en una criatura de Fenris para siempre.

El archimago, sus acólitos y otros muchos conjuradores que se les fueron uniendo, mantenían una cúpula que rodeaba Tysalevia en todas direcciones, incluyendo la parte superior, desde donde caían engendros no-muertos como antaño lo hacían las gotas de lluvia. Cada noche, las hordas de muertos se agolpaban contra esa cúpula mágica, y en ocasiones, conseguían abrir una brecha y colarse por ella. En cuanto uno solo de esos pestilentes cadáveres ambulantes entraba, y la Niebla se abría paso, empezaban a brotar nuevos no-muertos del suelo, y comenzaba la batalla.

Las bajas habían sido innumerables a lo largo de los años de resistencia, pero Kalanthe no se contaba entre ellas. A pesar de predicar que la Niebla iba a acabar con el mundo, allí estaba ella, en primera línea de combate, dando lo mejor de sí en cada escaramuza. No tenían esa suerte sus compañeros de batalla. El clérigo de Fortunna sucumbió a la Niebla a la noche siguiente, como casi todos los demás con los que compartió batallón. Los escasos supervivientes extendían el rumor de la agorera, y cada vez era más difícil encontrarla compañeros que aceptaran luchar junto a ella.


La clériga se preguntaba cada amanecer, mientras se quedaba dormida después de luchar, por qué los dioses postergaban su vida en este mundo. No tenía ningún sentido, si habemos de ir ante ellos después para una nueva existencia ultraterrena, ¿para qué esperar? Kalanthe no terminaba de encontrar sentido a la existencia misma, salvo disfrutar de los pequeños placeres que esta ofrecía. Entre batalla y batalla, Kalanthe difundía la palabra de su Señora Rezhias, dando malos augurios a todo el que se atrevía a escucharla, bebía como si no hubiera un mañana, ya que según ella, de hecho, no lo habría, y se acostaba con todo aquel que se atrevía a hacerlo. Hasta en dos ocasiones estuvo encinta, pero en otras tantas el embarazo no llegó a término, y perdió la criatura hacia la mitad del proceso. No es que se cuidara de proteger al bebé de camino, al contrario, seguía bebiendo y metiéndose en peleas siempre que podía, así que no es de extrañar que abortara en ambas ocasiones.

Los mandos se dieron cuenta de que la mayoría de soldados y milicianos no querían luchar cerca de Kalanthe, por su fama de gafe, y poco a poco la fueron alejando de la primera línea y de la muralla. Eso contribuyó a que la sacerdotisa tuviera más tiempo libre, y más ganas de beber cada gota de alcohol que encontraba. Pasaron más de seis años en total hasta que una buena mañana llegaron los Consagradores a Tysalevia, y con sus poderes divinos, expulsaron la Niebla y a los no-muertos de la ciudad, aunque si le preguntan a Kalanthe, no estaría segura de cuánto tiempo había pasado encerrada en la ciudad, borracha. ¿Un par de años? A quién le importa.

El caso es que tras asistir a las celebraciones, que básicamente fueron orgías desenfrenadas de sexo, alcohol, drogas y bailes, nuestra protagonista no tenía muy claro qué hacer a continuación, más allá de continuar difundiendo la funesta palabra de su diosa. Cuando por fin la borrachera empezó a pasársele, se encontraba de vuelta en Fenectas, en Fevris, sin saber muy bien cómo había llegado. Recordaba algunas aventuras de camino, relacionadas con limpiar algunos reductos de no-muertos que continuaban activos, y que los Consagradores no podían atender, ocupados como estaban, liberando las grandes ciudades.

La aventura llamaba una vez más a la puerta de nuestra intrépida predicadora de mal augurio, así que decidida a refundar los Espadas sin Filo, comenzó a buscar aventureros listos para la acción.

Algunos dirían que un aura de mala suerte se expande alrededor de Kalanthe, pero ella parece invulnerable a la misma. Los aventureros que osaron juntarse con la clériga fueron, uno a uno, cayendo en las misiones que acometían, y eran sustituidos por otros, pero el colmo de estas casualidades que quizá no sean tales, llegó unos meses después.

La misión era peligrosa, pues un reducto especialmente resistente de Niebla estaba a pocos kilómetros de Fevris, y de un antiguo campo de batalla cercano a una cueva, se levantaban cadáveres continuamente, formando un pequeño ejército que amenazaba con volverse peligroso. Varios grupos mercenarios y aventureros fueron contratados por el ejército regular de Fenectas, para hacer frente a la amenaza, y cuando se hubieron organizado, marcharon sobre la cueva, de donde parecía provenir el poder que levantaba a los muertos.

Como se esperaba, un nutrido grupo de zombis, esqueletos, necrófagos, y otros engendros aguardaba a la comitiva, compuesta por un par de unidades del ejército y una docena de grupos de aventureros, entre los que se encontraban un par de Consagradores noveles, deseosos de utilizar sus poderes.

La batalla fue cruenta, en tanto los caídos del bando no-muerto se levantaban segundos después de haber sido derrotados, como si nada hubiese pasado, así que hubo que recurrir a los pícaros y exploradores para que intentaran adentrarse en la cueva mientras los más aguerridos guerreros, sacerdotes y bárbaros aguantaban el frente.

La cueva resultó ser el refugio de un nigromante humano adorador de Fenris, que recibió un serio correctivo en los riñones por parte de los pícaros, haciendo que poco a poco los cadáveres de fuera ya no se levantasen más al ser vencidos. Incluso después de acabar con el corrupto mago, las fuerzas de Fevris sufrieron cuantiosas bajas, y la batalla se prolongó durante horas.

- ¡Luchad, luchad, hijoputas! - gritaba Kalanthe con una sonrisa psicópata en el rostro - ¡Que Rezhias me ha dicho qu estáis jodidos, pero yo tengo que sobrevivir a hoy!

Pero a lo que íbamos, es que cuando finalmente el último no-muerto fue derrotado, los supervivientes gritaron alborozados. Se retiraron de vuelta a la ciudad, donde los aventureros esperaban cobrar su recompensa, y las autoridades dispusieron unos cuantos funcionarios para que fueran repartiendo el dinero pactado. Cuando Kalanthe recogió su saquillo de monedas, lo lanzó al aire, lo recogió, firmó el documento que acreditaba que ya había cobrado, y se dio la vuelta, tropezando con el siguiente en la cola. Era Waltz.

En un primer momento el guerrero no se dio cuenta, y murmuró una disculpa. Anthe se lo quedó mirando un segundo. Su rostro deformado era inconfundible. Comenzó a reír.

- Válgame Rezhias.

Waltz, que ya estaba de espaldas, se quedó congelado.

- No me jodas.

- Eso ya lo veremos. ¿Waltz?

El guerrero cogió su bolsita con el dinero, firmó el pergamino, y se dio la vuelta despacio. Kalanthe sonreía de oreja a oreja.

- Me niego a creerlo.

- Créetelo, Waltz. Juntos de nuevo.

- Ni por todo el oro del mundo. Aparta - dijo el humano mientras trataba de empujar a Anthe a un lado.

- No tan rápido, cara bonita – le detuvo Kalanthe, sujetando firmemente su brazo – Me dejaste tirada.

- Pedían un millón por dejarte salir – ambos hablaban sin mirarse a la cara, a un paso de distancia, de espaladas - ¿Qué esperabas que hiciera?

- Al menos haber intentado ayudarme a escapar, haberme buscado un abogado que redujese la cifra, algo. Pero no, el señor Baumann tenía cosas más importantes que hacer.

- Que te follen, Anthe. Cada vez que estoy cerca tuyo no dejan de sucederme desgracias.

- Y más que te van a pasar como no me mires ahora mismo a los ojos. Eso te lo juro por Rezhias – el tono sonó amenazante.

Waltz se volvió, y miró a los ojos a Kalanthe, con verdadero miedo en los ojos. La clériga le sostuvo la mirada unos segundos, antes de soltar una sonora carcajada.

- ¡Deberías verte la cara, por todos los dioses! Cualquiera diría que te has cagado encima… - al mirar al rostro quemado por el ácido de Waltz la clériga rió aun más alto, casi al borde de las lágrimas.

- Maldita seas… - masculló Waltz – esta vez no.

- ¿Qué has dicho? - Kalanthe abrió los ojos, incrédula.

- Que esta vez no, gafe. Que me olvides. Tschüss1.

- Lamentarás esto – dijo la sacerdotisa ensombreciendo el semblante, y comenzó a conjurar – Por Rezhias te maldigo con una suerte peor que la muerte, pues Ella te proporcionará suficiente tiempo de vida para que disfrutes del don que te otorgo.

El soleado día se tornó repentinamente gris, y toda la plaza, observó en silencio la escena, abriendo pasillo a Kalanthe cuando esta se retiró a grandes zancadas, con una alegre sonrisa, dejando a un ojiplático Waltz sin saber bien qué hacer. Al momento, todos hicieron corrillo al guerrero, nadie quería tocarlo, ni siquiera estar cerca de él.

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Se dice, querido público, que el pobre Waltz tuvo que retirarse de las aventuras, pues cada vez que iniciaba una misión, un inoportuno tropiezo, un estornudo en el peor momento, estropeaba cualquier cosa que emprendiese. La espada, como si estuviese untada de aceite, se le resbalaba de la mano cada vez que la empuñaba, y pronto nadie quiso contratarlo, con la añadidura de que tenía un rostro reconocible. Los magos no osaban transmutarlo, temerosos de heredar su maldición.

Después, intentó abrir algunos negocios alejado del mundo de las aventuras, y todos fracasaron estrepitosamente. Arruinado, hubo de buscarse un trabajo, que nadie quería darle.

Finalmente se convirtió en mendigo, un mendigo al que nadie se atrevía a dar limosna, y se dice que murió de pura hambre perdido en los callejones de un suburbio de alguna gran ciudad.

En cuanto a Kalanthe, no se supo nada de ella por un tiempo.

- Hasta hoy, bardo de tres al cuarto – dijo una voz entre el público.

Todos, incluido un servidor, se volvieron hacia una enorme mujer castaña, con media melena y que vestía una armadura amarilla, y jugaba con un par de monedas.

1Fenecio. Adiós.

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