Fuinmenel - Historia Inicial

 

Fuinmenel



No recuerdo dónde nací. Y esto es un tanto incómodo, porque siempre que conozco a alguien, una de las primeras preguntas casi siempre es “¿De dónde eres?” La explicación es más larga que mentir, así que suelo hacer lo segundo; Eso también tiene un problema, y es que no siempre digo la misma mentira. Pero vamos con la versión larga.


Tengo vagos recuerdos, en forma de flash, de mi niñez, en la calle de alguna gran ciudad, que no se parece a ninguna de las que he visitado después, con algunos otros niños de mi edad, aunque no recuerdo si quiera si eran elfos también. Jugando, riendo, corriendo. Son recuerdos felices, o al menos siento felicidad al rememorarlos. Son dos o tres. No recuerdo a mis padres, o si alguno de los otros niños era familia mía. Así que, aunque pudiera ser al contrario, siempre digo que no tengo parientes.


Mi memoria se hacen más clara en mi adolescencia, donde recuerdo estudiar en una clase de un colegio religioso de Alunne en la ciudad de Sihk; Como no tenía familia conocida, era interna en aquel colegio, aunque no tengo ni idea de quién pagaba mi manutención. De lo que sí estoy segura, es de que fueron los clérigos de Alunne quienes me dieron mi nombre, pues no recuerdo ningún otro antes. “Fuinmenel”, en élfico, “Cielo nocturno”.


Allí estudié y viví varios años, y me acuerdo, ya más nítidamente, mi vida cerca del puerto. Aquel olor a pescado nunca se irá del todo de mis fosas nasales, a pesar de que hace muchos años que no piso por allí.


Cuando acabé mis estudios, los sacerdotes de Alunne intentaron reclutarme para su orden. A pesar de que era, y aun soy, devota de la diosa, nunca oí la llamada del sacerdocio, así que decliné la amable oferta. Por supuesto, con aquella decisión estaba renunciando también al derecho de seguir viviendo en el templo, así que cogí mis escasas pertenencias, y partí en busca de qué hacer con mi vida.


Las primeras semanas ni siquiera abandoné la ciudad; me alojé algunos días en casas de amigos y conocidos, mientras buscaba un trabajo, y aunque encontré y probé algunos, ninguno parecía estar hecho para mí. Quizá me había acostumbrado a la cómoda vida del templo, y nada parecía llamar mi atención. Convencida de que mi destino se hallaba más allá de mi zona de confort, junté los pocos ahorros que tenía y compré un pasaje en barco, el primero que saliera de la ciudad. Mientras el barco se alejaba del puerto, miré por última vez las brillantes murallas blancas de Sihk.


El pasaje que había comprado era para la capital. El viaje duró casi cinco meses, y durante ese tiempo, hice amistad con mi compañero de camarote, un viejo humano de nombre Claude. Era tyrsalita, aunque decía que iba a Palacio de Marfil a visitar a familiares. Vestía una armadura de cuero gastada, y llevaba un arco siempre consigo, además de un carcaj de factura muy bella. Siempre comíamos juntos, y pasábamos horas charlando en el camarote. Alguna noche subíamos a cubierta y contemplábamos el firmamento (momento que aprovechaba para elevar una pequeña y silenciosa plegaria a Alunne) o las luces de ciudades en la costa. En ocasiones conversábamos, pero otras noches, simplemente mirábamos. Cuando apenas quedaban un par de semanas para llegar a nuestro destino, una de esas noches, Claude no se levantó de su silla, desde donde observaba con una media sonrisa el horizonte. A pesar de que los clérigos a bordo intentaron ayudarlo, el tyrsalita parecía haber muerto de causas naturales. Me entristeció su muerte, pues pasé las dos últimas semanas de travesía muy sola, echando de menos a mi nuevo amigo.


Atracamos en Palacio de Marfil, y desde luego, me quedé sorprendida por la grandeza del susodicho Palacio. Era enorme, una masa de piedra blanca que dejaba pequeño todo lo demás que había visto. Y más sorprendida aún me quedé, cuando fui a recoger mi equipaje, y todas las cosas de Claude estaban junto a las mías. Desde entonces conservo ese Arco, con aprecio.


Y ese arco fue el que me ayudó. ¿O fue Claude? El caso es que al poco de desembarcar, me di casi por accidente con una feria local, con sus puestos, atracciones, y demás parafernalia, donde no faltaban pregoneros, mimos, bardos, y los concursos de habilidad. Con el arco de Claude en la mano, un sacerdote de Fortunna se acercó a mí, y sonriendo mientras me cogía del hombro, me llevó al concurso de tiro diciendo algo sobre que mi aventura acababa de comenzar. Casi sin darme cuanta de lo que estaba pasando, quedé segunda en la competición, y gané un premio en metálico que me permitió subsistir los siguientes meses. Nunca volví a ver al sacerdote que me llevó a la prueba, y ni siquiera pude preguntarle cómo se llamaba.


Unas semanas después, me enteré de una nueva prueba de arco en un anuncio en el Quórum de Fortunna, donde iba a menudo a buscar al sacerdote, al que quería agradecer su intervención aquel día. Fui a la dirección indicada, pero en lugar de un campo de tiro con sus dianas, las señas eran de una pequeña cabaña a las afueras de la ciudad. Cuando estaba a punto de darme la vuelta, segura de haberme equivocado de sitio, la puerta se abrió, y alguien desde dentro me invitó a pasar.


En el interior, tras un escritorio, un alto elfo embutido en una armadura completa, con el yelmo sobre la mesa, y a cada flanco, otros elfos de la misma guisa, pero de pie. Se presentó como el Capitán Lioth, del Concilio Ancestral, y estaba de paso en Palacio de Marfil buscando potenciales reclutas para su orden. Se habían fijado en mis habilidades con el arco el día de la feria, y querían llevarme a Yembo para adiestrarme. Y bueno, tampoco tenía nada mejor que hacer.


Nunca había conocido una ciudad que esté tan lejos del concepto de civilización. Todo parecía caótico, e imperaba la ley del más fuerte. Sólo en el primer año, el líder de la ciudad cambió al menos tres o cuatro veces, aunque era algo que en nuestro campamento, dábamos poca importancia.


Es curioso, que a pesar de que Lioth me había reclutado por mi habilidad con el arco, cuando me presentaron al jefe del destacamento, el General Eldeath, me echó un vistazo, y pronunció una palabra. “Magos.”


Así que durante los siguientes años, me pusieron a estudiar magia, y descubrí que no se me daba mal. Las pequeñas runas de los viejos grimorios y pergaminos parecían bailar ante mis ojos, y los hechizos brotaban de mis dedos con facilidad. De cuando en vez nos sacaban del campamento para pequeñas misiones de entrenamiento, y era Lioth quien estaba al mando de mi grupo. Era un líder capaz, frío calculador, respetable. Todos en la unidad le admirábamos, y soñábamos en convertirnos en algo parecido alguna vez.


En esta nueva época de mi vida, apenas trabé amistad con mis compañeros. Por alguna razón, los reclutas se movían continuamente de campamento, e incluso a mí me tocó pasar alguna temporada en Umbasi. Supongo que era intencionado, quizá los líderes del Concilio no querían que los reclutas desarrolláramos vínculos con nuestros compañeros. Así, el único vínculo real era el de respeto para con tu superior.


Mi problema fue quizá ese. Es decir, yo respetaba mucho a Lioth, pero lo de seguir órdenes y mantener férrea disciplina nunca se me dio muy bien. Y en una misión, la última que hice para el Concilio, Lioth resultó herido de gravedad. En lugar de obedecer su orden – “Retiráos, volved al campamento” – utilicé hasta el último conjuro de mi reserva, hasta la última flecha de mi carcaj, para proteger a Lioth. A duras penas, lo saqué de allí con vida, no sin haber sufrido heridas también. Cuando llegamos al campamento, los sacerdotes curaron a Lioth, y Eldeath me expulsó del Concilio. Oí, tiempo después, que Lioth llegó a ser general y Eldeath había muerto, pero eso son rumores que nunca llegué a confirmar. . .


Bueno, pues de nuevo era una vagabunda, aunque con mi fiel arco (al que ya había bautizado como Alma de Claude) y mis conocimientos arcanos, me hice dos promesas. La primera, que con mis conocimientos, iba a dedicar mi vida a la aventura, y la segunda, que algún día habrían de readmitirme en el Concilio Ancestral.


Llegaron algunos años de aventuras itinerantes, de Quórum en Quórum, aceptando trabajos, muchas veces mal pagados, hasta que un nuevo golpe de suerte volvió a dar un giro a los acontecimientos. Por aquel entonces, mis huesos estaban en la ciudad de Ndaleth.


Ndaleth está poblada mayormente por elfos, y quizá mi subconsciente me llevó allí en busca de respuestas acerca de mi pasado, pero nada de lo que había me era familiar. Nadie parecía conocerme, y deambulé por la ciudad curioseando aquí y allí. El ambiente era más bien agradable, así que decidí parar algún tiempo. Alquilé una habitación con vistas al puerto, en una posada bastante decente donde daban una parrillada de pescado deliciosa. Debí de caerle bien al posadero, de nombre Goltan, porque siempre charlaba conmigo en cuanto los parroquianos le daban un respiro, y a pesar de que intenté averiguar algo acerca de mí, ni Goltan, ni su mujer Silta, parecían saber nada al respecto. Así que poco a poco, el tema de conversación se fue desviando hacia mis aventuras y vida reciente. Los posaderos parecían buena gente, y no tuve reparo en contarles la historia de mi arco. Goltan, muy bromista, siempre me decía que el arma desentonaba con mi ajada armadura de cuero, hecha de remiendos, y siempre me decía que tenía que visitar a su amigo, el herrero Galteas, para hacerme con una decente. Tenía dinero para permitirme el alquiler de la habitación y la comida durante algún tiempo, pero desde luego no me alcanzaba para una armadura de un reputado artesano, así que entre broma y broma, le decía a Goltan que otro día.


No creo mucho en el destino, pero creo firmemente que todo sucede por alguna razón. Caminaba un día hacia la posada, el Esturión Feliz, cuando vi a una joven muchacha doblar una esquina a toda prisa con un hombre en brazos. Con ojos llorosos, se dirigió a mí, pues no había nadie más en la calle a esas tardías horas, y me suplicó ayuda. El elfo, pálido y sudoroso, sangraba ligeramente por una herida en su abdomen, y balbuceaba algo ininteligible. No soy buena curandera, así que tomé la última de mis pociones curativas del cinto, y se la hice beber aquel elfo herido. Pareció hacer efecto, pues, aunque se desmayó tras ingerirla, la sangre dejó de brotar de su herida. La chica, que dijo llamarse Dana, me contó entre jadeos de agotamiento, que unos ladrones habían irrumpido en la tienda de su padre, y su padre les había plantado cara. Me ofrecí a acompañar a Dana y a su padre, que llevamos del hombro, hasta el puesto de guardia más cercano, donde se hicieron cargo de la situación. La muchacha me dio las gracias al menos cien veces, antes de asegurarme de que todo estaba bien, y marchase a dormir.


A la mañana siguiente, me sacó de la meditación un delicioso olor a pan recién hecho, y los golpes en la puerta de Silta. Me traía un delicioso desayuno con todo tipo de bollería y dulces mermeladas artesanas, y me comunicó que había alguien abajo, que me enviaba este desayuno, junto con un paquete que estaba junto a la bandeja.


Cuando hube dado cuenta de la deliciosa comida, abrí el paquete con cuidado. Contenía una exquisita cota de malla élfica, que observé anonadada. Me entraba como un guante, y era sorprendentemente liviana. Con ella calzada, bajé las escaleras que daban al salón común, para agradecer el regalo, aunque intuía ya de quién podía ser.


Dana y su padre me esperaban sentados en la barra, charlando animadamente con Goltan. Sí, bueno, quizá a esta altura de relato, ya sabéis que el padre de Dana no era otro que Galteas, el herrero amigo de Goltan. Pero ahí no acabó todo.


Dana era también estudiante de magia, pero además de aprender a lanzar conjuros, entrenaba también en artes físicas, siendo una gran espadachina. Planeaba partir pronto de aventuras inspirada por los relatos de su padre, aventurero retirado años atrás, para regresar dentro de unos años y heredar la herrería de Galteas. Cuando le conté mi historia, me ofreció presentarme a su mentor, el alto elfo Zildan, antiguo miembro de mi adorado Concilio Ancestral, y Caballero Arcano.


Zildan me tomó bajo su tutela junto con Dana, centrándose en mi habilidad con el arco, al contrario que mi nueva amiga, que continuaba entrenando sus habilidades marciales cuerpo a cuerpo. Lo que iba a ser una estadía de algunas semanas o quizá meses, se convirtió en años, y aunque Dana me llevaba ventaja en las lecciones, decidió bajar el ritmo de su entrenamiento para esperarme, y cuando estuviéramos listas, salir a buscar nuevas aventuras.


Estaba siempre ansiosa de escuchar nuevos relatos de mis viajes, al igual que los de su padre, y le conté todo acerca de mis humildes peripecias. Aun cuando mis relatos tienen poco de épico, Dana escuchaba emocionada, y sus ganas de aventuras crecían día a día.


Por fin llegó el día en que Zildan, con tono ominoso, nos dijo que ya no tenía nada que enseñarnos, así que preparamos nuestro equipo, y nos fuimos emocionadas cual chiquillas al Quórum de Ndaleth, en busca de nuestra primera aventura juntas.


Escoltar un convoy de carretas en un largo y pesado viaje hasta Kanzale por la costa, fue la primera de varias aventuras junto a Dana, con quien trabé la más fuerte amistad que jamás había sentido, hasta el punto de que alguna vez nos fuimos a palabras mayores. Pero bueno, quizá pasar tanto tiempo juntas y solas nos llevó a eso, nunca estuve segura de que lo nuestro fuera algo más que una férrea amistad adornada.


Fuimos inseparables durante casi una década, yendo de aquí para allá resolviendo distintas aventuras sin mucho que contar, con algún susto, pero mayormente sin problemas graves. Durante la recta final de nuestra relación, se unió a nosotros un par de nuevos compañeros humanos, los hermanos Karim y Samir, con quien compartimos el camino algunos meses, pues nuestros caminos coincidían. Formábamos un buen grupo, bien equilibrado, pues Karim era clérigo de Ilfaath, y sanaba las heridas que sufríamos en batalla, mientras que Samir, usaba sus dagas con pasmosa agilidad.


Durante un nublado día de verano, después de una aventura especialmente provechosa, donde conseguimos un buen tesoro, nuestros pasos nos habían llevado de nuevo a Palacio de Marfil, donde había regresado después de varios años. Celebrábamos nuestra victoria, y nos despedíamos de los hermanos. Karim había llegado a su destino, ya que había pedido audiencia con la emperatriz Hyandora por cuestiones de fe, y su hermano, por supuesto, le iba a acompañar. Después de eso, ambos se dirigirían donde Hyandora les ordenase, y probablemente, no coincidiese con nuestro destino.


Me pilló de sorpresa, que a la mañana siguiente, después de acompañar a los hermanos hasta la puerta del Palacio, Dana me soltara de sopetón que iba a marcharse. Había recibido un mensaje de su padre, que parecía haber enfermado, y se iba a volver a Ndaleth. Para nuestro último día juntas, reímos y bailamos en un recital de talentos que se celebraba en la posada de La Luna de Plata, lloramos en nuestra habitación, y con un último beso en la mejilla, nos dijimos adiós. Prometí visitarla algún día.


Tras unos días, me dirigí nuevamente al Quórum de Fortunna, en busca de algún anuncio que pudiera interesarme...

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