La maldición de Arothostes

El eco resonaba en los pasillos vacíos de Palacio. Durante los últimos 18 años, Leonard había pasado todas sus horas libres en la Biblioteca Real de Travia. Una noche más, se dirigía con paso firme hacia allí. Su día había transcurrido como cualquier otro. Por la mañana había recogido agua del manantial para los cocineros del templo y por la tarde había rezado durante una hora, como dictaban sus credos. Aunque después de tantos años, sus rezos habían sucumbido a la rutina, y el fervor, brillante en otros adeptos, había dejado paso en él, al tedio y la pereza. Aun así gozaba del favor de Idoya, cosa que quedaba patente al bendecir el agua o iluminar las criptas del templo cuando se apagaban las antorchas.

Dobló una esquina dejando atrás el majestuoso salón-comedor, que tantos festines y bailes había presenciado. Al fondo de este pasillo hacían guardia dos hombres fornidos y pertrechados en poderosas armaduras. Guardaban con celo la escalera de caracol que daba acceso a los pisos superiores donde se encontraban los aposentos de la Familia Real. Aunque Leonard solo sabía esto de oídas, ya que en sus 25 años como sacerdote, nunca había subido por esa escalera. Los guardias, cegados por el sol de poniente que entraba por los ventanales, saludaron a Leonard con un gesto de la cabeza antes de que atravesara la puerta de la gran biblioteca.

Como era costumbre, sobre todo cuando finalizaba el verano, los corredores de libros estaban vacíos. Únicamente, el pasar de páginas en un corredor del ala oeste, rompía el silencio que se respiraba en esta sala. Leonard hizo caso omiso de esta presencia y se adentró en la sección que había llamado su atención los últimos 6 meses: "Historia Antigua"

Oteó los cientos de libros que iban del suelo al techo de la estancia sin buscar nada concreto. Después de un par de minutos leyendo títulos polvorientos y rasgados, fijó su mirada en el estante superior. Con mucho esfuerzo, arrastró la escalera movil hasta su posición, maldiciendo entre diente con una mueca de enfado. Alcanzó el libro y se dispuso a leerlo en una de las mesas adyacentes. El Sol empezaba a ocultarse en el horizonte al tiempo que aquella presencia del ala oeste abandonaba la biblioteca.

Leonard acercó un candil encendido a la mesa y abrió el libro: "Grandes Héroes de Ática". Como ya se esperaba, gran parte de las primeras páginas estaban arrancadas y otras habían sido bañadas en algo que se parecía a la tinta de los escribas, pero que no se podría asegurar que fuese eso. Sin embargo, hoy había tenido suerte. Una serie de fragmentos continuaban legibles entre la destrucción:

"...regresando triunfales, con oro, gloria y más poder que nunca.

Pero las heridas infligidas a la moral del reino terminaron por hacer mella en su política interior. El oro saqueado se acabó pronto y la magia parecía no ser tan poderosa como en un pricipio se creyó. La escasez que siguió en los años siguientes se cobró más vidas que la guerra. Los campos habían sido arrasados con sal, para ejercer presión en el asedio. Tardarían varios años en volver a ser fértiles. Los eruditos y gente versada en conocimientos escaseaban por todo el reino. Las nuevas generaciones corrían peligro de crecer analfabetas e incultas. Debido a la escasez, ni Okawa ni Manya prestaban a sus docentes ni sus adiestradores. Sólo Travia envió un pequeño convoy formado por ilustres alfareros, maestros, herreros, ebanistas, espadachines y caballeros. Incluso iba con ellos un famoso astrónomo.

Ésta fué la única ayuda que la casa Von Malin recibió del exterior.

Su victoria en las entrañas de Ática supuso la maldición para su pueblo. Pero Frederich Von Malin estaba muy lejos de rendirse ante la evidencia de que su reino estaba avocado a desaparecer. Su negativa a ir a la batalla había empañado el buen nombre de su familia y por ello, era despreciado y ninguna de sus ideas eran tenidas en cuenta.

Historiadores bien informados relatan en varios libros que una noche, La Lanza de Arothostes guiada por la frustración del joven Frederich, tomó posesión de su voluntad. El joven príncipe robó La Lanza de la cámara del tesoro. Con ella asesinó a su padre, su madre y a su hermano pequeño, y de seguro hubiese hecho lo mismo con su hermano, Edgar, si aquella noche, se hubiese hayado en palacio. Por suerte o por desgracia para Edgar, no fué así. Cuando el heredero al trono regresó a Uldin una semana después, no encontró cuerpo con alma en su bella ciudad. El joven Frederich prefirió arrebatarles la vida a todos antes de ver un día más, la agonía en sus caras. Semanas después, comenzaron a aparecer algunos supervivientes de esta masacre. Algunos se vieron obligados a esconderse en las mismas entrañas de Ática, mientras que otros se hicieron a la mar para encontrar refugio en los brazos de Woi. La Lanza fué encontrada, partida en tres trozos, en el altar del templo de Idoya. Se especula con la idea de que Frederich podría ser adorador de esta diosa pagana, pero no hay documentos fiables que lo confirmen o lo desmientan. Nunca se volvió a ver al joven Frederich.

Edgar Von Malin juró desterrar cualquier tipo de poder arcano de su reino mientras siguiese con vida, ya que estaba convencido de que había sido por esto que su reino era pasto de los buitres. Pero desgraciadamente para él, La Lanza de Arothostes era un objeto demasiado poderoso para ser destruido por completo, había sido un verdadero milagro que alguien la hubiese partido en tres trozos.

En una astuta jugada de negociación, Edgar vendió cada uno de los trozos a los paises colindantes. El bastón que servía de base lo vendió a Okawa. La punta de La Lanza se la vendió a Manya y el..."

Leonard maldijo entre dientes a las ratas de la biblioteca que habían roido el resto de la hoja que era legible. Cerró el ajado libro y se concentró en un esfuerzo de memorizar este nuevo conocimiento. Se puso en pié y, sin devolver el libro a su sitio comenzo a buscar otro
título de interes.

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