Veis a un hombre oriental joven,de baja estatura, enjuto, pero musculoso, con la cabeza y el rostro afeitados, vestido con una túnica amarilla humilde y sandalias, que camina ligero con una sonrisa cortés dibujada en los labios.  


Mi nombre es Minamoto Iranai (No deseado), aunque en el templo donde pasé toda mi infancia y juventud me llamaban Minarai (Aprendiz) y fuera de él, Kōji (Huérfano). Para saber la razón de todo esto, comenzaré mi historia desde el principio, pues esa es la forma en que deben ser las cosas.


Nací en territorios del Dragón Verde, y fui el tercer hijo de Minamoto Jiro, Daimyo del clan. Mi nacimiento no fue deseado, pues el Daimyo ya tenía un hijo para sucederle, Eiji, y una hija para casar con el hijo del Daimyo de otro clan, Hanako. Así que cuando nací en una oscura noche de Fortunnander, me envolvieron en mantas, me depositaron en un cesto, y un pequeño destacamento de cinco hombres y un ama de cría , encabezado por Minamoto Jie, se embarcó en el puerto de Sosaka con destino incierto. Jiro debía un pequeño favor al clan del Dragón Negro, y decidió que era el momento de pagar.


Tras varias semanas de travesía de cabotaje, la comitiva llegó a Doki en un tiempo más corto del habitual. El mar se había mantenido extrañamente tranquilo durante todo el viaje. Se presentaron ante Li Kaya, una prometedora sacerdotisa de la familia, varios días antes de lo previsto, y esta, sorprendida, decidió que el mar calmado era un augurio, y que debían consultar con los Daimon.




Continuaron pues su viaje a caballo. El pequeño Iranai permanecía curiosamente calmado, con pequeños balbuceos cuando tocaban sus horas de las comidas. El ama de cría lo alimentaba entonces, y no volvían a tener noticias hasta horas después, para una nueva toma. Llegar a Ikoro fue también, por alguna razón, un viaje fácil. Los caballos parecían flotar sobre el camino, apenas paraban para beber o pacer, y los samuráis sentían la necesidad de comer o dormir menos a menudo que de costumbre. Cuando llegaron ante Daimon Mei, y le informaron acerca de todo el viaje, esta lanzó las monedas del augurio, y tras consultar con los dioses, envió a la comitiva a un último destino, el templo de Kodokunayama (Montaña Solitaria) perdido entre la cordillera. Era, y sigue siendo, el único templo de monjes de todo el Dragón Negro.


Así llegué a mi destino. Dice la leyenda, que en su camino de vuelta, la compañía de Jie tuvo un viaje tormentoso y lleno de peligros, y sólo el valeroso líder consiguió llegar con vida de vuelta a Sosaka. Esto es algo que nunca pude confirmar.


Allí crecí, ignorante en aquel momento de mi ascendencia, como un monje más. Todos éramos iguales en el templo, Minarai, con la única diferencia del Sensei. Cultivábamos las artes marciales, los campos de arroz, la lectura, la caligrafía, la filosofía y la meditación; La disciplina era parte esencial de nuestra educación, así como la obediencia incondicional al Sensei. Con todos estos preceptos, por alguna razón, tuve dificultades al principio. Era un niño travieso e inquieto y tan solo el anciano encargado de la cocina, Kenkyo, que estaba casi ciego, no parecía enterarse de nuestras travesuras, y nos obsequiaba con algún onigiri bajo cuerda. Cuando el Sensei nos atrapaba en alguna de nuestras trastadas, que iban bastante más lejos que saltarse alguna clase, como estropear la comida del día mezclando hierbajos con las especias, nos regañaba y sometía a duros castigos, tanto físicos como espirituales, junto con mi compañero de correrías. Como todos teníamos el mismo nombre, entre nosotros nos poníamos motes para llamarnos. Mi compañero era Shimarisu (Ardilla) y yo era Ari (Hormiga).




Tuve una niñez alejada de la civilización, pues hasta la adolescencia no se nos permitía bajar al pueblo de Kawanomura (Villa del río). La aldea se encontraba a una hora a pie, o algo más de media si ibas en mula. Por ello, todos los muchachos del templo aguardaban con impaciencia su decimosegundo cumpleaños; entonces te convertías en un adulto joven, hasta que cumplías los dieciséis. Durante estos cuatro años, ibas al pueblo con frecuencia para vender los excedentes de arroz del templo, y poder comprar con el dinero telas para las túnicas y otros productos necesarios para el templo. Pero el día que yo cumplí los doce, pasó algo más, pues el Sensei me llamó a su presencia en privado, y me reveló mi identidad verdadera.


Algo cambió en mi interior. Era el hijo del Daimyo del Dragón Verde, y como tal, me sentí superior a los demás. Empecé a decir a los demás muchachos que dejasen de llamarme Ari, y comenzasen a llamarme Iramai-sama; Cuando fuera adulto saldría de ese templo, y reclamaría mi sitio en la sociedad, siendo algún tipo de noble poderoso. A algunos les pareció bien, e incluso empezaron a tratarme como a un superior entre ellos, complaciéndome en todo cuanto pedía, buscando mi favor. Otros me ignoraban, y un pequeño grupo del que Shimarisu formaba parte, se opusieron frontalmente a mí y mis seguidores. Se negaban a reconocerme un estatus superior, y continuaban llamándome Minarai. Esto me enfurecía, sobre todo cuando lo hacían en público y haciendo hincapié en ello de manera deliberada. Uno de estos días no pude controlar mi ira, y ataqué a Shimarisu. Nuestra pelea duró apenas unos segundos, pues el Sensei saltó entre nosotros a una velocidad imposible, y de una certera patada en el pecho, me tumbó, casi dejándome sin respiración. Tras esto, me cogió de la oreja y me llevó con él en privado.


“Me deshonras, a mí, al templo, al clan, al Daimyo, al Emperador.”

“Poco me importa tu opinión – respondí- pues pronto saldré de aquí, y tendré suficiente poder para mandar demoler este sitio.”

“Entonces, debes darte cuenta de que a quien más deshonras, es a ti mismo – respondió de nuevo- pues el mundo es suficientemente grande para satisfacer las necesidades de todos, pero siempre será demasiado pequeño para la avaricia de algunos”

Quise responder de nuevo, y abrí la boca para hacerlo, pero no supe qué decir. Quería levantarme, pegar media vuelta y marcharme de aquel lugar, pero la mirada del anciano clavada en mis ojos, me impedía moverme. Vencido por la sabiduría del viejo Sensei, me humillé y supliqué su perdón.

“No es a mi a quien debes suplicar perdón, Minarai, si no a ti mismo y a tus hermanos, en ese orden. Medita.”


Así que salí de la habitación, y me dirigí a la cascada que caía desde el cielo a unos kilómetros del templo, y allí medité. Finalmente comprendí, con ayuda del ayuno, las katas y la guía de los dioses, el camino del monje; Renuncié definitivamente a mi pasado, a mis anteriores nombres, y acepté mi destino. Regresé al templo, para descubrir que lo que yo había pensado que habían sido semanas, había sido un año entero. Tanto tiempo me llevó aceptarme.





La vida continuó lentamente en el templo, donde cada cierto tiempo llegaban nuevos bebés ofrecidos por familias de distinta índole, y ninguno era rechazado. Hablando con mis hermanos, descubrí que algunos eran hijos bastardos de nobles, otros, hijos de casas venidas a menos que no podían pagar su manutención. También teníamos huérfanos de todo tipo y procedencia, e incluso antiguos criminales que buscaban redención. La variedad era tan amplia como el número de monjes. De hecho, más que en ningún otro templo del Imperio, en Kodokunayama teníamos incluso gaiyines de tierras lejanas, habitualmente esclavos capturados que no habían encontrado comprador.


Cuando cumplías la mayoría de edad, a los dieciséis, había un pequeño ritual de entrada en la adultez, y se te asignaba tu primera misión fuera del templo. Todos los monjes dentro del templo éramos aprendices, Minarai, y fuera de él, huérfanos, Kōji.


Las primeras misiones solían ser sencillas peregrinaciones a aldeas más alejadas de la provincia, donde pasabas algunas semanas aprendiendo las costumbres diferentes que allí tenían; A medida que te hacías mayor, las peregrinaciones eran a pueblos y ciudades cada vez más lejanos, y, entrada la veintena, comenzabas a salir de la provincia, para aprender y enseñar en templos de clanes vecinos, donde debías aprender sus técnicas y enseñanzas al mismo tiempo que les ofrecías las tuyas. También nosotros habíamos recibido en alguna ocasión visitas de monjes de otros clanes, aunque según me di cuenta en mis viajes, eran más escasas en nuestro templo que en cualquier otro; Teníamos, no sin razón, fama de aceptar de buen grado a todo tipo de gentes en nuestras filas, y hasta entonces yo había considerado tal cosa normal. Sin embargo, parecía que otros clanes eran más exigentes con quienes ingresaban en templos, y también en otras muchas situaciones. En este sentido, aunque nunca me impidieron la entrada en ningún templo de otros clanes, sí era cierto que se mostraban reticentes a enseñar nada más allá de lo obvio, y cuando yo les compartía mi conocimiento, no parecían muy interesados en él. Incluso podía notar cierto desprecio en algunos templos, aunque me esforzaba en ser diplomático y cortés; Aprendí así a lidiar con la mirada altiva del resto de clanes, e incluso con su testaruda visión tan cerrada.


Llegaba un momento en que los viajes entre templos terminaban, y el Sensei te encomendaba misiones más complicadas y metafísicas. Esto era la “misión de vida” o “Búsqueda de la Iluminación”. El Sensei te asignaba una misión peligrosa y/o larga, te entregaba algunos dones, y partías en busca de tu Iluminación Vital. Durante mi niñez y adolescencia, vi regresar a algún monje de esta misión. Unos pocos volvían más sabios que nunca, completamente maduros, y habitualmente los Senseis de los templos eran elegidos entre estos. Otros sin embargo, traían consigo la locura o el fracaso, y volvían a sus vidas de monje, o incluso, abandonaban para siempre la orden. Algunos no regresaban jamás.



Ese día llegó en mi vigesimoquinto cumpleaños. El Sensei se sentó frente a mí, me tomó de las manos, y escudriñando mi alma con su mirada penetrante, sentenció:


Viajarás al Sur, y encontrarás a un grupo de aventureros perdidos. Les acompañarás en su caminar zambo, sirviendo de bastón al ciego, y de puño al manco, hasta que adquieras suficiente madurez y poder como para leer el tomo que se encuentra en la Torre de Mhara. Y su sabiduría te enseñará cuando habrás de volver aquí, y compartir su contenido con nosotros”


El Senséi se levantó entonces, y tomando una bolsa que descansaba a su derecha, me la tendió y dijo, simplemente: “Ve”. Este tipo de profecías no se compartían con tus hermanos, salvo que estuviera completada, pues se decía que daba mala suerte y no se cumplían si así lo hacías, pero sí podías hacerlo con el resto de gentes del mundo. Una superstición más, pensé. Pero por si los dioses se enfadaban, la guardé para mí.



Antes de marchar, me despedí de mis hermanos. De entre ellos, Shimarisu. Apenas había vuelto a hablar con él, más allá de lo imprescindible en la vida monacal. Me sentía profundamente avergonzado por haber intentado golpearlo, y él me enseñó otra lección antes de partir. Haciendo acopio de fuerzas, me dirigí a él con una reverencia, y le supliqué, tanto tiempo después, su perdón. Pero él me sonrió, me abrazó y con su frente pegada a la mía, y las manos a los lados de la cara, me susurró, “Pero Ari-san, yo te he perdonado hace tiempo. La pregunta que debes hacerte, es si tú te has perdonado a tí mismo” Mirándole a los ojos, no pude evitar sonreírle de vuelta, tomé también su rostro entre mis manos, y le dije, “Ahora que sé que tú me has otorgado redención, mi alma está en paz”


Del último que fui a despedirme, fue del viejo cocinero. Kenkyo era muy anciano, debía estar cerca de la centena, y estaba ya completamente ciego y casi sordo. Sin embargo en su cocina se movía con una rapidez asombrosa y gritaba eficientes órdenes a los pinches que le ayudaban. Cuando me despedí de él, me regaló mis fieles Palillos de Gohen, que me han dado de comer su arroz a lo largo del camino.


Justo cuando estaba a punto de cruzar el enorme portón del templo, Shimarisu me alcanzó, con una mochila al hombro como la mía.

“Tengo mi misión de vida, y nuestros caminos coinciden por ahora, Ari-san. Viajemos juntos”


Tras salir del templo, nos dirigimos a Ikoro. La ciudad parecía haber crecido desde la última vez que había pasado por ella, ya que cada vez había más y más casuchas en los suburbios desperdigadas de cualquier forma; Sin embargo, intramuros, el tiempo parecía haberse detenido y todo continuaba tal cual era la vez anterior, y posiblemente varios siglos atrás. Los mercaderes gritando su mercancía, las gentes realizando sus quehaceres, y los ladrones acechando en cada esquina. A pesar de que en la ciudad no había muchos monjes como nosotros, nadie parecía reparar en nuestra presencia, así que tras comprar algunos útiles y ropas de repuesto en el mercado local, continuamos nuestro caminar.


Como era costumbre, ninguno de los dos dijo al otro en qué consistía la profecía que el Sensei nos había dado; Sin embargo, puesto que nos seguíamos entendiendo bien a pesar del tiempo sin relación, tomábamos decisiones rápidas acerca de qué caminos tomar, con qué gentes hablar, y otras acerca del viaje. Ambos compartíamos los Palillos de Gohan de Kenkyo, pues eran capaces de producir abundante arroz tibio; no muy sabroso, pero tremendamente nutritivo, a veces comprábamos un poco de sésamo o especias para añadirle. Nuestros pasos a lo largo de las semanas nos llevaron a la capital de la provincia, Doki. Yo era bueno tratando con las gentes que nos íbamos encontrando, pero quien solía darse cuenta de con quién teníamos que hablar, o de cuánto dinero había que pagar, era Shimarisu. Teníamos diferentes habilidades que se complementaban bastante bien, y eso nos permitía avanzar de aldea en aldea, con las cosas más o menos claras. Para este entonces, tomamos un barco de camino a Re-Ionnae, pues yo debía ir al sur, y a Shimarisu parecía convenirle también dicho camino. El viaje era largo, ya que había que dar un rodeo para evitar los dominios de la caprichosa Ecuotte, e incluso este itinerario resultaba dificultoso por los monstruos y piratas presentes. Tuvimos un intento de abordaje de un navío pirata, que la guardia del barco pudo rechazar combatiendo con disciplina y valor; Shimarisu y yo contribuímos en la defensa del barco, aunque nuestro pasaje no nos obligaba a ello, y pudimos rechazar el ataque,, no sin alguna baja en las filas de nuestros marinos. Sin embargo, el tiempo fue muy bueno, con el viento a favor, y ello me recordó a cuando el Sensei me contó la historia de mi procedencia y los viajes que me llevaron al templo de Kodokunayama.


Nuestro puerto de destino era Tankra. Continuamos haciendo nuestras pesquisas acerca de un misterioso grupo de aventureros, y durante muchas semanas, no encontramos ninguna pista; así que nos movimos de ciudad en ciudad en busca de algo que nos llevara a ellos. En cerca de un año apenas hicimos progresos, hasta que un día nuestro destino nos encontró en el puerto de Sihk. A las puertas de una taberna local, un marinero zhargoshiano, de nombre Filippo, de aspecto altivo y risa queda, hablaba con sus camaradas acerca de un grupo de aventureros que recientemente había concluido su “Giro” por Zhargosh, una costumbre de aquellas tierras amenazadas por la niebla de los muertos del temible Fenris. Decía Filippo que aquel pintoresco grupo, que se hacía llamar el Coro Cegado y en cuyas filas había un sacerdote ciego de Ilfaath, vagaba de pueblo en pueblo cumpliendo misiones para los lugareños mientras esperaban para asestar un golpe definitivo a la niebla, y que gracias a ellos, había recibido noticias de su primo Bertollucci, que vivía en la otra punta del país que él. Aunque al principio nos llamó la atención el nombre del grupo y el hecho de que hubiera un ciego en sus miembros, tampoco le dimos especial importancia. Al menos no hasta tiempo después.


Salimos de Sihk, rumbo a Chokman, y aquel fue un viaje agitado; Primero tuvimos que lidiar con un pequeño grupo de forajidos, que intentaron robarnos nuestras pertenencias. Sin embargo, Shimarisu y yo éramos curtidos luchadores de artes marciales, y pudimos repelerlos; Cuando por error nos desviamos del camino principal, tuvimos que enfrentarnos a un escuadrón de drows y duérgar procedentes de la infraoscuridad; Habíamos estudiado en el templo este tipo de seres y su procedencia, aunque nunca habría imaginado su tremenda maldad. Nos superaban ampliamente en número, y luchamos con disciplina y valor, eliminando a todos ellos excepto a su líder, una drow especialmente hábil con su cimitarra y su escudo, y uno de los duérgar, un enano con armadura de cuero experto en el uso de la ballesta. Finalmente nos redujeron y amordazaron, satisfechos con su captura, convencidos de que podrían pedir un buen precio por nosotros como esclavos.





Nos llevaron por tortuosos caminos, sólo visibles para ellos, durante las noches. Por el día descansaban, y cuando la vegetación empezó a escasear, y el desierto era ya el paisaje más común, se detuvieron junto a una pequeña formación rocosa. La drow comenzó a hacer unos pases mágicos, y el duérgar se quedó mirándola como hipnotizado. Entonces Shimarisu me dijo:

- ¿Confías en mí, Ari-San?

- Por supuesto – contesté.

- Pues ha llegado el momento de escapar.

Veloz como una ardilla que huye de su depredador, se liberó de sus ataduras, alcanzó una daga del cinto del duérgar, y cortó las mías. Peleamos espalda contra espalda, interrumpiendo el conjuro de la elfa, que muy enfadada, cargó contra el duérgar, cortándole la cabeza mientras le llamaba piojoso inútil, y luego se volvió hacia nosotros con sangre en los ojos. La pelea fue cruenta, pero finalmente conseguimos asestar un golpe fatal a nuestra captora, que cayó sin vida. Ambos sonreímos, y nos hicimos una reverencia como solíamos, recogimos nuestras cosas y reanudamos la marcha intentando desandar el camino andado, buscando la carretera imperial.


Durante los días siguientes, Shimarisu comenzó a sentirse mal. Su rostro estaba pálido, y las heridas infligidas por la oscura hoja de la cimitarra de la elfa no sanaban, más al contrario, parecían supurar y heder más de lo normal. Empecé a preocuparme por mi amigo, y aunque este al principio le quitaba importancia, empezó a tropezar con frecuencia, a farfullar palabras sin sentido, y a tener terribles fiebres durante la noche. Cuidé como mejor supe a mi amigo, pero apenas tenía conocimiento de medicinas, y nuestras pociones curativas se habían agotado en nuestras peleas de días anteriores. Improvisé una parihuela con vegetación del camino y telas de una túnica, me la até a la cintura, y continué avanzando hacia Chokman.


Sin embargo, cuando quedaban un par de jornadas de viaje, pues el ritmo era penoso tirando de la improvisada camilla, mi amigo empeoró ostensiblemente, y pidió que me acercase para escucharle, pues su voz era apenas un susurro inaudible; Desde hacía días sólo decía frases inconexas y palabras sueltas, y la que más repetía era “oscuridad”. Me acerqué a su boca, que recitó,

Serás luz en el camino oscuro de la hormiga, pues no se te ha concedido el diamante, y la llevarás de árbol en árbol hasta que los seres de las profundidades emponzoñen tu camino en la tierra y te lleven al cielo”. Después de eso, Shimarisu sonrió, y murió.


Con gran pesar, continué mi camino tirando del cuerpo de mi amigo muerto hasta la ciudad, donde descubrí que no estaba permitida la entrada a gente ajena al ejército; Pedí hablar con el jefe de la guardia, a quien con mis mejores palabras, conseguí sacar la promesa de que entregaría el cuerpo de Shimarisu a un templo local para realizar su funeral; Doné su equipo como pago para que se llevara a cabo, besé en la frente a mi amigo monje, quien tanto bien había hecho en mi vida, y me juré a mí mismo cumplir la misión que el Sensei me había encomendado, haciendo honor al sacrificio de Shimarisu.


Mi viaje continuó aún más al sur, a Akrahm primero, y a Nyongo después. En aquellas dos ciudades tampoco encontré lo que buscaba, y seguí más al sur, de camino a la capital del imperio re-ionnita. Allí esperaba solicitar audiencia con la Emperatriz Hyandora, cuya sabiduría era legendaria entre las gentes de este continente, a la altura de la que los hiraneanos suponemos a nuestro amado Hanzamon II. Así lo hice, y esperé algunos días a las puertas del hermoso palacio que servía de residencia de la soberana. Miles de personas esperaban ser escuchadas por la gobernante, así que la espera para ser recibido era larga. Después de una semana de espera, se armó un pequeño revuelo en el palacio. Las gentes murmuraban, sorprendidas. Una comitiva, encabezada por un adusto jinete, al que todos identificaban como Samir Re, seguido por un pequeño grupo de guardias que custodiaban a unos prisioneros, se abría paso hacia el palacio. La expresión del jinete, era de profunda tristeza y decepción. Los prisioneros, un variopinto grupo de hombres y mujeres con expresiones entre confundidas y avergonzadas, no oponían resistencia. “¡Es el Coro Cegado!” Exclamó un campesino que esperaba audiencia cerca de mí. Al principio aquel familiar nombre no me dijo nada… sólo por unos segundos. Luego recordé a Filippo, y sorprendido me volví al campesino, al que le pedí que me contase más acerca de aquel grupo. Mohammed, que era su nombre, me contó historias acerca de cómo aquel grupo se había granjeado las simpatías de la Emperatriz, y del capitán de la guardia, el señor Re, cumpliendo misiones para ellos. También se decía que era el Coro Cegado quien había jugado un papel determinante en la victoria sobre la Niebla Maldita. Entonces, ¿por qué estaban ahora bajo arresto? Nadie lo sabía, y todos parecían sorprendidos en igual medida.


Han pasado dos años exactos desde que atravesé las puertas de Kodokunayama, y hoy creo estar en disposición de hacer de bastón al ciego, y de puño al manco.




No hay comentarios: