5. La Fiesta
El bardo había alquilado una muda nueva y lujosa para la boda. Nunca antes había estado en un evento de tanto glamour. Se rumoreaba incluso que una de las hijas del rey iba a acudir, probablemente de incógnito. Los juegos de la corte, pensó Matt mientras se acercaba con paso decidido a la hacienda Coleridge.
En la puerta, varios guardias y sirvientes impedían el paso de la plebe, que se agolpaba alrededor de la fiesta, con la esperanza de ver los vestidos de la nobleza que acudía a la celebración. Cuando Matt llegó hasta la entrada, a pesar de sus elegantes vestimentas, el primer guardia tuvo el impulso de darle un empujón.
- Largo, escoria. Aunque te disfraces, no te dejaré pasar.
Donald acudió al verlo.
- Deja pasar a este buen hombre – dijo, obsequioso, pero con un tonillo maligno en la voz – trae invitación, ¿no es cierto?
- Por supuesto… - dijo Matt sacando el sobre de su bolsillo.
El mayordomo pasó el brazo por el hombro a Matt llevándolo dentro de la verja de la entrada. Mientras caminaban hacia la mansión, y fingiendo tener una conversación amable, le soltó:
- Ten mucho cuidado con lo que haces hoy, mequetrefe. No quiero ningún numerito. En cuanto acabe el baile, desapareces, y te vas con tus piojosos amigos, y jamás regresas. Porque si lo haces…
- Si lo hago, mandarás a tus gorilas a matarme. Lo he pillado. No te preocupes, Donald, después de hoy, no volverás a ver esta cara… - dijo, y sonrió, disimulando.
- ¡Disfrute de la fiesta, señor! – dijo Donald señalando las mesas con aperitivos.
El mayordomo volvió a la puerta de acceso, no sin antes darse la vuelta una vez más para echar una última mirada de odio al bardo. Matt le correspondió con una reverencia exagerada, claramente burlona, y una sonrisa encantadora.
Decidió hacer caso al malicioso criado, y se acercó a la fiesta. Comió algunos aperitivos, sonrió disimuladamente a las sirvientas que encontró atractivas, que se avergonzaban, y también a las nobles que se escondían tras sus abanicos, algunas del brazo de sus maridos. Supuso que ellas también se ruborizaron, aunque no pudo verlo a través del encaje.
Llegó la hora de trasladarse a la capilla, así que Matt se abrió paso a través de la alta sociedad tyrana allí reunidos, y se quedó en el portón, a esperar a la novia. Se adecentó los ropajes, y puso la pose más digna de que fue capaz. Vio pasar a Sir Paul, con su traje de gala militar del ejército de Tyrash, y un montón de medallas prendidas de su pecho. A pesar de su deformado rostro por las cicatrices, se lo veía feliz. No era para menos, pensó el bardo. Iba a casarse con una mujer excepcional, sólo por su apellido, sus propiedades heredadas, sus gestas militares. Qué injusto era el mundo.
El carruaje de la novia tardó algo más en llegar. Los sirvientes abrieron la puerta, y Matt avanzó, tendiendo la mano a la criatura celestial que bajaba. Lady Cheryl estaba hermosísima en su vestido de novia. No lucía velo, dejando ver su rostro perfecto. Ella aceptó la mano del bardo, que la sonreía. La noble también pensó que Matt estaba radiante.
- Ma dame.
- Mon professeur.
Lady Cheryl pasó el brazo por el de Matt, y los plebeyos que veían la escena tras la cadena humana de guardias, prorrompieron en vítores y aplausos.
- ¡Vivan los novios! ¡Viva Lady Cheryl! ¡Viva Sir Paul!
- Creen que eres el novio – dijo sonriendo la noble.
- Déjales que lo crean. Sólo hoy.
Entraron en la catedral de Maddusse. Los asistentes se levantaron a observar a la novia entrar. La pareja que avanzaba por el pasillo central parecía sacada de un cuento de hadas, hermosos, elegantes. Al llegar al altar, se miraron de nuevo a los ojos. Esmeralda y zafiro. Matt puso la mano cariñosamente sobre la de la novia, y asintió, sonriendo. Ella hizo lo propio, y se volvió hacia el sacerdote.
- ¡Hijos míos, hermanos todos! – comenzó el clérigo - Nos hallamos hoy, en presencia de nuestro Señor Maddusse…
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No volvieron a verse hasta el baile. Matt seguía los pasos de Lady Cheryl, pero ella estaba muy ocupada atendiendo a los nobles invitados. Cuando por fin llegó el momento de bailar, voto a Barenna que Lady Cheryl Coleridge bailó como sólo lo haría un ángel de la Señora de las Canciones. Su marido, sin embargo, parecía un pato torpe en comparación. Nadie se cayó sobre nadie, y los nobles aplaudieron a rabiar a la novia.
Como era de esperar, había cola para tener el honor de bailar con la novia. Nobles con títulos interminables se presentaban ante la mujer, y bailaban una pieza mientras mantenían una conversación banal. Matt se fue acercando, aunque resultaba complicado entre tanta gente. Además, por el camino, algunas aristócratas, solteras algunas, casadas otras, se ponían en el camino del bardo para obligarlo a pedirlas bailar. Las solteras se insinuaban sin rubor ni vergüenza alguna para encontrarse tras los baños, las casadas lo hacían disimuladamente, con rodeos y palabras en clave, pero de manera igualmente explícita. Si el bardo hubiese atendido a todas las mujeres que se le ofrecieron aquella tarde, aun hoy seguiría teniendo cola para satisfacerlas a todas.
- Válganme los dioses. Voto a Barenna que si pudiera acercarme… - murmuraba Matt mientras apartaba a una nueva mujer descarada que decía algo sobre retocarse el maquillaje.
Respiró hondo, y al hacerlo, le llegó el aroma a jazmín. Estaba cerca. Ágilmente, esquivó las parejas bailando, y justo cuando un nuevo noble se acercaba a pedir una pieza a Lady Cheryl, se las arregló para ponerse delante.
- Si me hicierais el honor… - comenzó Matt.
- Por supuesto, mon professeur.
Los invitados hicieron sitio a la novia y su pareja, que se saludaron antes de empezar la danza. Matt guiñó el ojo a Jana, que se encontraba en la banda, y ésta a su vez, ordenó a los demás músicos que tocasen la canción que Matt había tocado para Lady Cheryl en las lecciones de baile.
- Un, doux, trois, un, doux, trois – susurró Matt al tiempo que comenzaba a bailar.
- Un, dos, tres, un, dos, tres – contestó Lady Cheryl sonriendo.
Ambos bailaron con una destreza envidiable, y arrancaron murmullos de admiración de entre los nobles que observaban.
- Un, doux, trois, un, dos, tres –
seguían diciendo al compás, perdidos en la mirada del otro, sin ser
conscientes de lo que ocurría a su alrededor.
Esmeralda y zafiro. Los invitados veían un baile perfectamente ejecutado. Matthieu y Lady Cheryl hacían el amor a la vista de todos, pero vestidos y con los ojos.
Por supuesto, mantuvieron las formas delante de los distinguidos presentes, y ni siquiera acercaron sus rostros más de lo necesario. Al acabar la pieza, se separaron cortésmente, se saludaron, y se despidieron, sabiendo ambos que no volverían a verse jamás.
- Thank you, my lady – se despidió Matt en perfecto tyrano.
- Merci, mon professeur.
Ambos se dedicaron una reverencia, mientras el público aplaudía el baile. Se miraron una última vez a los ojos. Esmeralda y zafiro.
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Nueve meses después, a finales de Geiathander, Lady Cheryl dio a luz a su heredero. Cuando se lo pusieron en el regazo, y el bebé abrió los ojos, pudo ver que tenía heterocromía. Un ojo esmeralda. El otro, zafiro.
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