Acérquense, damas y caballeros, acérquense a este humilde bardo, para escuchar una nueva historia, acérquense para escuchar cómo me uní a un grupo, cuanto menos, peculiar...
Sesión LXV. Caedeth.
Reunidos alrededor de los símbolos arcanos preparados por el archimago Fistro en su torre de N’Daleth, Thalion ingirió la cereza que Sheae le entregara días antes. Pocos segundos después, el druida tuvo arcadas y finalmente vomitó una rama que se arraigó en el suelo de la torre, y de ella, apareció la druida para unirse al grupo.
Antes de adentrarnos en el infierno, Naltiria tomó la palabra y trató de inflamar los ánimos, dando un pequeño discurso acerca de los variopintos orígenes de cada uno de los que íbamos a bajar al Caedeth, haciendo hincapié en la fuerza que suponía la unión de pueblos y gentes tan distintas.
Confirmados todos, avancé el último con expresión sombría, mirando a Naltiria a los ojos y, sin mediar palabra, asentí. Astrid Ztavia nos hizo entrega de su artilugio, que habría de protegernos en tan infausto lugar que íbamos a visitar. Naltiria me devolvió la mirada, en la que pude percibir orgullo, determinación… y tanto miedo como el que yo sentía. Los archimagos comenzaron a conjurar con intrincadas palabras y no menos ominosos gestos, listos para enviarnos al plano hogar de Idhaal.
A esa misma hora, en un lejano lugar, un anónimo verdugo ejecutaba para deleite de su dios patrón, a cincuenta reos elegidos por la Emperatriz Von Xavras, de modo y manera que el dios de asesinos asistía extasiado a tal dantesco espectáculo, distraído de nuestra misión.
Los efectos mágicos fueron in crescendo hasta que una vorágine arcana abrió un portal que llevaba al Caedeth. Todos fuimos avanzando dentro de la entrada arcana. Atravesar un portal de teletransporte era una sensación habitual para casi todos nosotros, y eso no fue distinto a otras veces. Sin embargo, al poner pie en el infierno, todo cambió. Es difícil explicar esas sensaciones a vuestras mercedes, pero lo intentaré.
Si bien cada uno veíamos a los demás, tal y como había anunciado Fistro, como horribles demonios llamados urcejugones, nos percibíamos a nosotros mismos como lo que éramos: meros mortales en un plano ajeno, consumiéndonos por la naturaleza misma del lugar en el que estábamos. Nuestra piel se desprendía por el calor, produciendo una quemazón continua, mitigada por la magia curativa de Sheae, que lograba que, tan pronto los pedazos de carne y piel se separaban de nuestro calcinado cuerpo, se volviesen a su sitio con una sensación de agradable frescor, que inmediatamente era sustituida por el escozor de nuevo. Un ciclo doloroso y placentero al que al poco tiempo te acostumbrabas, pues el Infierno no daba tregua y había que darse prisa, antes de que nuestras mismas almas fueran consumidas.
Sin embargo, era difícil no fijarse en cada detalle de aquel horrible y al tiempo, fascinante lugar; la luna, de la que Fistro nos había hablado, parecía moverse de manera caprichosa por lo que quiera que llamaremos cielo, aunque sabíamos que no era tal. O no tan caprichosa, quizá precisa y premeditada.
Por doquier se oían los lamentos de las almas destinadas a pasar la eternidad en aquel maldito lugar. Cuenta la leyenda que eran los gritos que habían proferido al morir, condenados a repetirlos para siempre. En otro momento, el silencio era sepulcral y tan aterrador como los gritos, y voto a los dioses que la mayoría de los mortales se hubiesen vuelto locos de inmediato, de no haber contado como lo hacíamos, con innumerables y poderosas protecciones mágicas.
No terminamos de llegar a aquel lugar cuando Voccisor se apareció ante el grupo, y pronto supimos que sólo ante nosotros. Nuestros aliados no podían verlo ni oírlo, y tampoco se perdían nada, pues seguía tan dicharachero como la última vez, pronunciando lisonjeras palabras tratando de confundirnos. Rechazamos la ayuda que nos ofrecía, y se pasó el resto de nuestra expedición a nuestro lado, riendo como un demente, disfrutando de nuestro sufrimiento a medida que avanzábamos por aquel lugar desolado.
Fistro avistó cerca nuestro a dos bálor, que parecían jugar con una Piedra Viva del Caedeth, uno de los “souvenirs” que el archimago deseaba conseguir. En el horizonte, una vasta ciudad, retorcida burla de las de los mortales, probablemente habitada por todo tipo de despreciables seres. Avanzamos con sigilo hasta los bálor, y con una habilidad que sólo un golpe de suerte pudo darnos, logramos robar de los demonios la Piedra que el archimago anhelaba, siendo que acusaron a otros demonios cercanos de habérsela arrebatado, comenzando una pelea. Nos alejamos de allí como alma que lleva Tlekhal, aliviados de no haber sido descubiertos.
Poco más adelante, pudimos ver una bella súcubo incitando a cometer, como no, asesinatos crueles a desdichados mortales. En tanto necesitábamos el corazón de una de su especie, se decidió dominarla con los poderes de nuestros conjuradores, aprovechando esa oportunidad para pedir indicaciones a la diablesa, de nombre Texia, que nos indicó que en el Risco del Ahorcado nos aguardaba Kidemontah, un perro infernal guardián que se deleitaba de jugar con aquellas almas que habían sesgado muchas vidas. Se decía de aquel paraje que había sido donde se había ejecutado al primer mortal de forma injusta, y ahora era un lugar sacrílego, destino de peregrinación y culto para las criaturas infernales.
Pudimos ver, en nuestro camino hacia aquel cadalso maldito, cómo la alta alcurnia de Brungrado, metidos en turbios asuntos de robo de dinero para desviarlo a un culto de Fenris, eran ejecutados, algunos de manera injusta, pues no hubo distinción entre justos y pecadores, sólo para que nosotros pudiéramos tener vía libre en el Caedeth. Quizá algunos de aquellos nobles volvieran el día de nuestro juicio final a pedir cuentas, pero hasta que llegase aquel, voto a los dioses, ojalá lejano día, teníamos cuitas más importantes que atender. Llegamos al Risco que la súcubo nos había indicado, encontrando aquel can del infierno guardando una especie de árbol de metal que se retorcía, crecía y se encogía al tiempo. Kidemonath olfateó el aire, mirándonos con curiosidad, y Naltiria avanzó, ofreciéndole sus manos. El chucho lamió con ansia las runas que refulgían en las muñecas de la archimaga, y se dejó hacer caricias y carantoñas el tiempo suficiente para que pudiéramos hacernos con el líquido, similar a la sangre, que brotaba de las raíces, así como un trozo del mismo árbol, de donde pendían incontables ahorcados.
Listos los materiales, buscamos un lugar adecuado para comenzar el ritual, rechazando una vez más la ayuda de Voccisor, que continuaba ofreciéndonos su asistencia mientras reía divertido. Desde nuestro privilegiado punto de vista en la cima del Risco del Ahorcado, pudimos ver un lugar que quizá sirviese a nuestro propósito. Cuando llegamos a la planicie, que Voccisor llamó Llanuras de la Eterna Desolación, comenzamos a preparar los materiales que requeríamos, colocándonos alrededor de Thalion, que asumió la posición central. El druida se hizo un corte en la palma de la mano, dejó que la sangre se deslizase hasta hacer contacto con el suelo, y comenzó a proferir aquella extraña letanía. Apenas la primera palabra salió de sus labios, demonios de todo tipo y condición comenzaron a llegar por doquier. Voto a Fortunna, que me convenciese de ir a aquel horroroso lugar, pues el objeto proporcionado por Astrid Ztavia generaba una cúpula a nuestro alrededor, deteniendo en gran medida los embates de los demonios mientras Thalion recitaba, y los demás hacíamos lo posible por rechazar a los horribles seres que se abalanzaban sobre nosotros. Primero unos pocos, aquellos que se encontraban cerca del lugar. Luego, cada demonio abatido empezó a ser sustituido por otro, y por otros dos, y por otros tres, cada vez más grandes y furiosos. Se apelotonaban unos encima de otros, babeando como animales poseídos por una furia irrefrenable, golpeando con fuerza inusitada la cúpula que nos protegía.
Cuando empezábamos a pensar que aquella batalla estaba perdida, Cassia de Fortunna apareció ante nosotros y con su alegría característica, nos hizo regocijarnos por un momento, dejando con nosotros un pequeño destacamento de Ángeles de Fortunna, que se unieron a la lucha. Su sola presencia nos hizo sentir que la suerte estaba de nuestro lado, y con renovadas fuerzas, hicimos retroceder a los demonios, sólo para ver cómo de nuevo, cada infernal ser caído daba paso a más y más criaturas de Idhaal, que ahora ya llegaban por cientos, teleportándose a nuestra posición desde todos los puntos del Caedeth.
De nuevo pudimos sentir que los dioses no nos habían abandonado. Pues al son de la flauta, un lugarteniente de Barenna, cantando una versión libre de la canción de Neesa, nos trajo también unos pocos Ángeles de la diosa de la música, y sus espadas celestiales nos permitieron aguantar un poco más.
Neesa, en una vorágine de magia, debió sentirse casi en conexión con el plano de Hedenoth, pues los conjuros no dejaban de brotar de sus diminutas manos, haciendo que decenas de demonios cayeran en el campo de batalla en el que las Llanuras de la Eterna Desolación se habían convertido. Pero seguían llegando más y más, incontables criaturas infernales que trataban de superar la cúpula que defendíamos con terrible esfuerzo. Los gritos demoníacos, guturales algunos, chillones otros, producían una cacofonía horrorosa, así que inspirado por los Ángeles de Barenna, elevé mi voz más que nunca, gritando casi más que cantando, pero manteniendo en mi garganta rota la melodía, que acompasó los golpes de los nuestros al ritmo de la canción. Un ritmo tan pegadizo, que incluso algunos demonios menearon sus hediondos traseros al ritmo, tropezando y estorbándose entre ellos, mientras los conjuros y armas les hacían caer y retroceder.
Una última ayuda divina estaba por llegar, y Geiath, premiando la voluntad férrea de Thalion renunciando a entregar su alma, y consagrándose a la Naturaleza, nos cedió un Esporeonte, un elemental de árboles de tremenda fuerza y poder.
La cúpula estaba prácticamente cegada por demonios, pero pudimos más intuir, que ver, la llegada del Heraldo del Caedeth, comandante de las fuerzas del Infierno, que traía consigo todos los demonios restantes, como las horripilantes Erinias.
Por la parte superior de la cúpula, logramos ver la mismísima luna de sangre del Caedeth acudir a la lucha, pues no era si no otro demonio de tamaño colosal, que se dispuso a golpear nuestras defensas con toda la fuerza del Infierno. Haciendo un último y glorioso esfuerzo, los conjuradores impulsamos nuestra cada vez más débil magia hacia la cúpula, que aguantó los golpes del terrorífico demonio, embates que hicieron tambalearse todo aquel plano de horror. De tales desproporcionados ataques, se desprendieron trozos de la luna sangrienta al golpear nuestra protección, restos que Fistro atrapó al vuelo con una agilidad sorprendente para un gnomo de su estatura y profesión.
Al borde de nuestras fuerzas, miramos a Thalion, que justo en aquel preciso instante levantó la mirada del suelo y gritó. No oímos exactamente qué palabras, pero todos supimos que el ritual había concluido. De inmediato, los magos nos llevaron de vuelta al portal que conectaba con la torre de Fistro, donde nos tiramos de cabeza como si nuestra alma dependiera de ello… porque así era.
Los archimagos en la torre, se sorprendieron al vernos ser escupidos por el portal, pues apenas habían pasado unos segundos para ellos, mientras que para nosotros habían sido los minutos más largos de nuestras cortas vidas.
Con las ropas y carnes humeantes, hediendo a azufre, pero con la satisfacción de la misión cumplida, algunos gritaron de alegría o para desahogar tensión, se abrazaron, saltaron, mientras que otros, como un servidor, rieron sin poder controlar sus emociones, hasta caer desmayados, incapaces de procesar aun lo que acababa de suceder.
Aun hoy, años después, sigo sin saber bien qué sucedió en aquellos minutos que fueron segundos en el plano mortal, y sólo puedo agradecer a los dioses que nos permitieran salir con vida, y la misión cumplida de aquel lugar al que, juro ante el Olimpo a vuestras mercedes, no deseo regresar jamás.
Héroes, nos llamaron después. Permítanme confesarles un secreto. No era eso lo que este humilde bardo se sentía tras aquella gesta. No al menos como los héroes se sienten en los cuentos que narro. En aquel momento, cuando recuperé la consciencia, me sentí más pequeño que nunca, más insignificante de lo que jamás me había sentido, ante el terrible poder que acababa de presenciar. Pues a pesar de mis intentos de hacer partícipe a mi querido público de lo que allí aconteció, ningún mortal que no haya sentido como su alma trataba de evaporarse de su cuerpo, puede imaginar lo que esa sensación provoca en su corazón de héroe.
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